Ayer oficié un funeral.
Salí a caminar al monte sola. Encontré un espacio en pendiente a la sombra de un alcornoque. La tierra estaba cubierta por una mullida capa de hojas secas. Me sentía acompañada y cómoda. Una piedra me sirvió de pala y cavé un pequeño hoyo en el que enterré una figura de arcilla extraña y hermosa, distorsionada y genuina. Una representación simbólica de mi matriz, de mi ser interno.
Le agradecí su presencia incansable todos estos años, su calor. Y también le entregué con ella a la Tierra lo que ya no quiero arrastrar más. Hice mis ofrendas, lloré mis lágrimas, entoné mis cantos, manifesté mi agradecimiento, le dancé al Sol y a la Vida, celebré mi alegría y permanecí allí sentada, tranquila, dejando que el viento otoñal y la serenidad me envolvieran de fuera hacia adentro.
El poder de los rituales es indudable. Otorgan sentido y estructura, alivian, generan comunión, unidad y también ayudan a cerrar algo que aún está abierto.
Con este funeral siento que algo interno y antiguo se ha cerrado. Me siento más liviana y clara. No voy a arreglar mi mundo entero con él, sí me sirve para tomar mayor conciencia de mi propio poder y de ese otro poder que todo lo abarca. Uno que siempre me acompaña y me sostiene.
Mi figura de arcilla está allí, bajo tierra, descansando, haciendo su magia, volviéndose una con lo que la rodea. Mi matriz física sigue anidada en mi vientre, elástica y cálida, lista para recibir bendiciones, sentir amor y vibrar con el placer, crear hogar y parir criaturas varias, espaciosa y limpia, agradecida y abierta.
A cada instante algo muere. Y algo nace a cada instante. Todo el tiempo.
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