El sol comienza a retirarse y yo llego a la playa desnuda. Me tumbo en la arena y siento aún la calidez del día y el frescor que comienza a manifestarse. La luz es perfecta, clara todavía y anaranjada, cae languidamente sobre todo sin abrumar ni ocultar. Muestra lo que hay.
Camino hacia la orilla con intención de adentrarme aunque no sé si seré capaz, si el mar estará demasiado frío. El verano acaba de comenzar y el calor no termina de aterrizar, se resiste, como me resisto yo a entrar. Hasta que me doy cuenta que el agua está deliciosa y me sumerjo enseguida disfrutando de cada sensación.
Después de unos minutos salgo para secarme bajo los últimos rayos de sol, de pie en la orilla, no escondo nada. Cierro los ojos y miro desde dentro hacia el horizonte. Entonces comienzo a escuchar ladridos que parecen llegar de todas las direcciones. Abro los ojos y cuento siete, ocho, nueve perros de tamaño medio entregados al deleite del juego y al disfrute.
Mientras miro a los de un lado, otro se acerca desde la dirección contraria y pasa en carrera rasante junto a mi pierna derecha. Siento el calor de su cuerpo en acción y la frescura de su pelaje mojado. Me asusto un segundo y luego me parece ser casi invisible para ellos o tan igual que les parezco lo mismo.
Otro animal desnudo, mojado, disfrutando de la magia de los sentidos, en interacción con el medio. Por eso me ignoran, no les resultó extraña ni sienten curiosidad por mí. Soy una más, otra criatura de Dios que se aventura en este prodigioso universo, oliendo a sal, jugando en la orilla.
Ellos se persiguen, se marcan, hacen como que se atacan, se dedican quiebros, se revuelcan juntos, buscan el contacto, a veces tan directo que me parece hasta agresivo. Pero no lo es. Simplemente no estoy acostumbrada a acercarme tanto a otros, o a hacerlo de esa manera…
¿Qué manera es ésa? Ya sé que no soy un perro, solo una humana. Y aún así, ¿qué otra manera habría de contactar con el otro, una que fuese más limpia, más concreta y placentera? Si ésta es perfecta tal cual.
La hora del perro es la hora del instinto. Ese tiempo en el que la mente pierde fuelle para dejarle casi todo el protagonismo al cuerpo. Que sea él quien olfatee y se mueva, el que rechace y se lance, el que lleve la batuta sin pensar, solo sintiendo.
La hora del perro ha llegado. Cada día, con cada atardecer. Una nueva oportunidad de contactar con mi instinto para dejarlo que salga a correr, a jugar, a ensuciarse.
A ser.
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