No sé nunca cuándo vamos a encontrarnos. Sucede. Como la Vida.
Desde el primer día que coincidimos me fascinó tu belleza y esa delicada sensación de vulnerabilidad e inocencia que me transmitías. Te buscaba con la mirada a ratos para atender a tus enigmáticos movimientos, a la mágica expresión de tu precioso ser, preguntándome quién eras y de qué peculiar universo habías emergido.
Se sucedieron semanas, meses. Un intercambio verbal breve y superficial que tú promoviste y que yo no fui capaz de aprovechar. Empezar a saludarte para resarcirme por mi torpeza, para demostrarte que, a pesar de mis frenos, me interesabas. Tu confesión sobre aquel destello de inspiración que encontraste en mí un día y del que tiraste como de un hilo de oro que conduce a un tesoro mayor hizo de detonante. Algo pesado que hacía barrera se desmoronó. Y desde entonces sí, por fin, compartirnos a ratos, en las llegadas y en las despedidas, preguntarte por ti, escuchar tus fascinantes historias, tus aventuras acuáticas y terrenales, tus viajes, tus hogares, tu peculiar manera de mirar la vida y ver tu belleza más de cerca, tan profunda como natural, tu alegría, y esa fascinante cualidad que intuyo: una tímida espontaneidad, un ser genuino sin aspavientos, una autenticidad serena, tan verdad como el aire que respiramos, que está ahí presente de continuo. Aunque invisible, lo llena todo y es razón vital.
En los últimos tiempos me voy atreviendo a dejarte entrar a mi espacio, me atrevo a acercarme a ti. Confío. Anhelo abrirme, mostrarme, entregarme. Quiero impregnarme de esa verdad que tú destilas. Yo también quiero encarnar esa cualidad espontánea, serena, genuina. Te miro y me veo. Me conmueve reconocerme en tu reflejo. Darme cuenta que yo también soy esa belleza, naturalidad, valentía y sosegada espontaneidad que reconozco en ti.
Nos vamos encontrando desde el cuerpo y siento el magnetismo, la inocencia curiosa que nos moviliza. Te veo más de cerca y me sigo maravillando con los adornos de tu ser. La sutilidad de tu tacto. Tu firme languidez. Los aromas que destilas. Te toco con cuidado para que no te sientas invadido, para preservar tu hermosa delicadeza. Deseo que sientas el permiso que te entrego. Me dejo envolver por tu expresión y aprendo a fluir con ella poniendo la mía en juego. Busco tu mirada para adentrarme, y entonces puedo sentir que el resto del mundo desaparece, que ya no somos tú y yo sino uno con el todo. Que la tribu, la música y el espacio se han fundido en nosotros, o nosotros con ellos, que la sublime unidad que somos es puro gozo, dicha pura. Amplitud. Eternidad. Gracia divina. Plenitud. Amor.
Deseo seguir reencontrándonos pero no me apego, no lo busco, no interfiero ni fantaseo. Lo dejo ser, tal y como se dio desde el principio. Te he soñado una vez, solo para confirmar desde mi sabio inconsciente esta dulce conexión y nuestra profunda sensibilidad.
Es hermoso saber que existen hombres como tú en este mundo. Es hermoso saberte en él, moviéndote de aquí para allá, desplegando tus dones, tocando a tantos lugares y personas con tu magia y nutriéndote de todo lo que la vida pone al servicio para ti. Eres un ángel, con todos sus atributos.
Gracias. Gracias por existir, por tener la gallardía de ser tú, tan especial y sensible como eres, en este mundo tan poco abierto a veces a esa peculiar sensibilidad. Gracias por verme, por acercarte, por abrir sin saberlo una grieta en mí. Tú también me has inspirado, y ni me lo había reconocido ni te lo había confesado. Es justo y necesario hacerlo ahora que lo veo claro y que me puedo atrever.
Por la grieta entra la luz, decía un maestro Gracias por esta luz tuya. Se cuela a través de mí y la recibo honrada, para dejarla también fluir.
Hasta la próxima.
(Imagen de Álvaro Parada)