Nadando en un mar agitado me empeño con fuerza en alcanzar la orilla en apariencia tan cerca, pero me resulta imposible y me agoto por momentos. Confío en mi capacidad de aguante, en mi conexión con la vida. Confío en la Vida y en mi inteligencia para cabalgar cada instante que me trae. Confío en mi fortaleza. Paro unos instantes para descansar y tomar aire. Busco al capitán y lo veo algo más adentro batallando también y en peligro. ¡Cuidado con esas rocas, estás muy cerca! Le grito sin emitir sonido. Él también me habla sin palabras: «nada hacia la orilla, vamos, yo te sigo».

Creo haber recuperado cierto impulso y me dispongo a bracear de nuevo cuando a unos metros de mí a mi derecha veo la sombra y la aleta de un tiburón enorme. Me asusto mucho. Rezo. No sé cómo puedo intuirlo tan claramente en un mar tan encabritado y oscuro pero no me cabe duda de qué es y del peligro que supone. La pulsión de vida es más fuerte. Busco con la mirada al capitán y le cuento lo que he visto. Entonces el tiburón se aleja sorpresivamente y sacamos fuerza de un lugar muy profundo y ardiente.

De pronto no nadamos en contacto directo con el agua sino que estamos cada uno cabalgando en una sólida canoa blanca. Me siento fuerte y descansada en ella y comienzo a remar con energía, avanzando y alcanzando por fin la orilla, aliviada y agradecida. Ya con los pies plantados en la arena veo que el capitán también se acerca y que el enorme tiburón de vientre blanco parece haber encallado en la playa. Me resulta muy extraño pero estar a salvo es lo único que me ocupa en estos momentos.

Llueve y hace viento. Siento de pronto frío. Decido quitarme la ropa mojada que llevo pegada al cuerpo y, al liberar mis brazos, las pulseras de oro parecen engancharse en la manga derecha. No quiero perderlas. Son un regalo de mi madre y además representan para mí un símbolo de mi propio valor, de mi cualidad humana divina, un recordatorio de la luz originaria que soy. Con una rápida mirada las cuento. Están todas, sí, seguro. Cuento de nuevo. No, hay dos más de hecho. Confirmo que se han multiplicado y esto ha sucedido, no sé cómo, durante esta experiencia iniciática en el mar.

Me río y agradezco, desnuda en la playa, mientras la lluvia arrastra consigo el miedo, la tensión acumulada y las dudas por mi vida. Tras cada peligro, después de cada dificultad o contratiempo, tengo siempre una nueva oportunidad de mirarla a los ojos y bajar la cabeza ante su grandeza y perfección.

No tengo nada: ni casa, ni compañero, ni trabajo, ni dinero, me he despojado de mis ropajes ajados y solo me queda el mar, la playa, el bosque que intuyo detrás, una canoa inmaculada, los aros de oro en mi muñeca y este cuerpo mío que es hogar.

Y desde aquí comienzo de nuevo.