Camino por la calle a mi aire, cruzándome con personas, solas o acompañadas, que van también trazando sus recorridos. Es de noche y las aceras están iluminadas. Mi atención se fija en un hombre joven, de unos treinta años. Mediana estatura, pelo corto y rizado, barba. Viste camiseta clara, vaqueros y deportivas y se mueve de una forma que me sorprende y me inquieta, hacia atrás unos pasos, hacia adelante, de lado a lado. Choca contra la pared a su derecha cuando casi alcanzo a llegar a su altura. Me desplazo hacia mi derecha, no quiero que se me caiga encima, y sigo atendiendo a sus movimientos. No me fío. Parece ebrio. Se ríe y balbucea palabras ilegibles. Siento angustia, y en ese momento, me mira directamente y se avalanza sobre mí para agredirme. En unos segundos pensamientos varios atraviesan mi espacio: si está realmente borracho o no, si tengo fuerza para deshacerme de él, si agredirlo de vuelta es lo mejor que puedo hacer, si es mejor escaparme. Pero enseguida paso a la acción porque él no pierde el tiempo y me empuja contra la pared para golpearme. Todavía mi mente encuentra un resquicio para preguntarse por qué yo. Entonces una fuerza arrolladora toma mi cuerpo incendiándolo y consigo apartar al agresor con un empellón. Ríe y vuelve al ataque pero yo reacciono de vuelta y ya no hay espacio para dudar de mí. Protegerme y ponerme a salvo es mi única prioridad así que golpeo, empujo y me zafo plena de brío. Lo miro en el suelo, vencido. El resto de la gente parece haber desaparecido alrededor aunque me doy cuenta que no he necesitado a nadie para defenderme. Solo precisé de mi fortaleza y determinación. Siento todo el cuerpo latiéndome por dentro y entonces despierto acongojada, con esa sensación física de temblor-dolor magnificada recorriéndome de pies a cabeza. Muevo los dedos, los pies y las manos. Me tranquilizó. Ha sido solo un mal sueño, aunque esta sensación que me habita es real y conocida. Sé que en unos instantes se irá diluyendo, como también frenará la velocidad del latido en mi pecho. Respiro. Bebo un sorbo de agua. Cierro los ojos. La escena ha caducado ya, no queda nada de ella en mi mente, no hay riesgo de volver.
Otra faceta de mi masculino interno que se manifiesta a través de mi inconsciente. Una pesadilla recurrente en la que un agresor me persigue con la clara intención de dañarme, viéndome a mí misma como niña a veces, otras como una chica joven y últimamente como mujer adulta. Mis reacciones solían ser de parálisis y bloqueo. Me sentía congelada, incapaz de reaccionar, sin recursos, sin voz ni grito en la garganta, sin fuerza en mi cuerpo, con movimientos cada vez más pesados hasta llegar a la inmovilidad y por tanto a recibir el ataque. Ahora en varias ocasiones he podido reaccionar y arremeter. Hay capacidad de respuesta, hay fuego interno y fuerza, hay dirección y acción dirigida a mi defensa y autocuidado. Ahora hay madurez y contundencia. No existe masculino interno capaz de tumbarme, violentarme o amedrentarme. Esa faceta de mi masculino se debilita, borracha, torpe, desposeída de poder ante la firmeza de la mujer adulta que soy y que pone su integridad y su bienestar por delante. Mi integridad y mi bienestar son lo primero.
El sueño se queda conmigo varios días. Las imágenes, los pensamientos generados, las sensaciones físicas. Me recuerda que esto es un hito en el contenido que vengo soñando desde hace tantos años, que algo profundo está virando y una pesada capa de miedo e incapacidad se va despegando de mi psique para dejarle paso a la fuerza y a la certeza de mi ser. Registrarlo aquí me sirve para fijar este viraje interno que incide de lleno en el nuevo reino que mi masculino está conquistando. Le tiendo un puente de oro y amplia carretera al frente. A ver a dónde nos llevan.
(Imagen de Álvaro Parada)