Tal vez en cierta forma pensamos que somos intocables invencibles, imparables. Inmortales.

Creemos que la Muerte es algo que le sucede a otros y que no osará acercarse a nosotros hasta que nos hagamos mayores, muy mayores, y que vendrá de puntillas y nos iremos suavito, sin dolor, sin ruido.

Le damos la espalda a la Muerte en nuestro día a día. La sacamos de nuestras casas, de nuestros corazones y cabezas. No osamos mirarla a la cara, hablar de ella, hablar con ella.

Y luego, cuando llega, la tachamos de injusta, de cruel, de puta. A ella y a la Vida, pues son la misma cosa, la cara y la cruz de una sola realidad que es la existencia. La luz y la sombra de este espejismo del que cada uno disfrutamos una fracción de tiempo. No más.

Pero la Vida-Muerte-Vida sigue su curso en un baile infinito sin comienzo ni final, o con miles de millones de inicios y de finales distintos. No se agota. No se apaga. Lo trasciende todo. Nos trasciende a todos. Nos traspasa y continúa. Sin descanso.

Yo creo que desde que nacemos alguien muy querido debería decirnos cada día: «debes saber, tesoro, que un día vas a morir, que algún día vamos a morir todos». Y sonreírnos después, para entrar luego en el juego, en el aprendizaje, en las tareas cotidianas, en el entretenimiento…

Ese alguien debería mostrarnos que mueren las plantas, los animales, que los matamos e incluso a veces nos matamos entre nosotros. Que la enfermedad llega, a menudo arrasa y también mata. Que podemos morir sufriendo o en paz. Que hay opción de vivir serenos y de aceptar lo que es como es.

No es rendirse. No es someterse. No es practicar la sumisión. Es una cuestión de profunda humildad, de entrega. Sí. Tal vez eso es la aceptación: profunda humildad y entrega. Aunque no comprendamos, aunque nos resistamos a entender.

Entender no lo es todo. Entender es sólo un pequeño proceso mental de nuestra pequeña mente racional. ¿Y qué es eso frente a la inmensidad de un planeta, de una galaxia insondable, de miles de siglos de evolución? ¿Cuánto ha habido y hay que no comprendemos y que sin embargo es?

Humilde soy cuando me siento pequeña ante tamaña grandeza, cuando acepto aunque no entienda, cuando intuyo que hay una fuerza que va más allá de mí misma y puedo alcanzar a sentirla. En la sonrisa de un niño, en el lento aleteo de una mariposa, en el peso de una gota de lluvia, en el rugido del mar… Esa fuerza se manifiesta todo el tiempo, incansable, inagotable fuente de movimiento.

Es la Vida-Muerte-Vida, que nos envuelve a todos todo el tiempo.

Si sé que voy a morirme un día, cualquier día, puedo vivir más consciente de cada paso que acciono. Puedo volverme más responsable de mis movimientos, hacerme amiga de la Muerte y darme cuenta que viene de la mano de la Vida. Puedo incluirla y no tenerle miedo, respetarla y no excluirla. Puedo decir mis te quieros, emitir mis disculpas, organizar mis asuntos, hacerme cargo. Y marcharme al menos algo más tranquila cuando me toque, dejando un camino sereno también para los que se quedan y que yo dejo atrás.

Y además, ¿qué pasa si la muerte no es el final?

Un final sí, pero no el final.


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