Recuerdo tener seis años y llegar a primaria con el ardiente deseo de aprender a leer y a escribir. Lo demás que el colegio ofrecía, aparte de los vínculos humanos, me era indiferente entonces: el resto de aprendizajes, el juego, el deporte… No me interesaban demasiado. Yo solo ansiaba saber leer y escribir.

Y me puse a ello con avidez y constancia. Recuerdo el placer de entregarme a aquel cuaderno de caligrafía, poniendo todo mi empeño en que las fuentes fluyeran gráciles de mi lápiz porque aquel ejercicio de reproducción me llevaría, más pronto que tarde, a escribir de corrido por mí misma.

Recuerdo aquellos libros de lectura, Senda se llamaban (qué hermoso nombre para una niña que se inicia en la lectura), que hojeaba a principio del curso sintiendo que en unos meses podría adentrarme en ellos por mi cuenta y desentrañar todos los secretos que ni las bellas ilustraciones alcanzaban a mostrar. El texto decía más y yo anhelaba acceder a esas llaves.

Escribir es de vital importancia para mí. Escribiendo me ordeno, me aclaro, me apaciguo y comprendo. Escribir me lleva a la reflexión, al análisis que mi demandante mente precisa, y a través de ese proceso, que evoluciona de arriba a abajo y de fuera a dentro, consigo llegar al cuerpo y a sus mensajes para recalar finalmente en un espacio sin espacio que es la presencia pura, la paz, el sosiego. Escribir me facilita llegar hasta ahí. Leer también.

La escritura tiene que ver con un acto voluntario y valiente de sacar la voz, decir lo mío, expresar mi verdad. Es un acto íntimo, un desnudarme ante el mundo, mostrándome con lo que traigo, tal y como soy capaz en cada momento, en mi vulnerabilidad descarnada. La expresión, en ese sentido, me parece una acción revolucionaria; en un mundo que favorece la uniformidad, la voracidad, el consumo constante, la prisa y los eslóganes impactantes, expresarnos desde nosotros con apertura y gallardía es tal vez lo más osado con lo que podemos contribuir. Aportar algo cargado de contenido humano interno. Verdadero. Algo nacido de esa comunión entre la reflexión, la investigación o búsqueda y la manifestación de lo descubierto o intuído.

Es una acción creativa transformadora para el individuo que la practica puesto que con cada texto damos a luz a una parte remota de nuestra psique que andaba huérfana y sola en algún pliegue olvidado de nuestro ser. Al brotar las palabras (las notas musicales, los movimientos, los trazos…) eso que somos y que desconocemos aún va tomando forma por sí mismo resultando en un sentirnos más reales y verdaderos. Satisfechos. En paz.

Tal vez no sea esa paz lo que en principio buscamos cuando nos lanzamos anhelantes a las aguas de lo expresivo, pero eso parece ser sin embargo lo que muchas de nosotras encontramos: una calma de cósmicas dimensiones en la que poder dejarnos caer y descansar por fin.

Podemos deslumbrarnos o confundirnos esperando mirada, aprobación, éxito, dinero, fama, proyectos, activación… Y todo eso puede estar muy bien. Es posible. O no. La serenidad es lo único que ejerce como bálsamo real.

Así que salimos a la vida a expresarnos a través de todas las vías creativas e infinitas a nuestro alcance porque es nuestra naturaleza humana pulsando. No podemos no ser creativos. No es posible no expresarnos. Lo hacemos a cada paso, con cada mirada y hasta cuando decidimos no mirar. Y así vamos tejiéndonos para que el tapiz que somos vaya tomando forma y sentido mientras avanzamos, para ponernos en juego y al servicio, descubriendo que vivir es otra cosa.

Hay que atreverse a estar viva.


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