Esto que me pasa es como vivir pegada a un fantasma que no se separa de mí apenas. Anhelo quitármelo de encima o que se vaya pero no es así como funciona.

Hay un momento de algo que se parece a la plenitud, una sensación de estar llena, de que voy a tener todo lo que preciso y, de pronto, una nueva decepción, vuelta al vacío, a confirmar que nunca puedo contar del todo con nadie, que cualquiera en cualquier momento es susceptible de fallarme y que la desilusión está siempre al doblar la esquina, esperándome, al acecho.

Así que eso de la plenitud se vuelve un imposible, apenas un sueño que rozar por un instante, sin poder aprehenderlo. Y confiar, por tanto, se me vuelve muy difícil, con esa voz interna que me avisa: «cuidado, no te entusiasmes, deja de perder tu tiempo y tu energía, no apuestes demasiado, ponte fría, pasa de largo. No van a responder como tú necesitas. No van a estar ahí como tú necesitas«.

Y acierta, claro. Prácticamente siempre acierta. Así que solo puedo darle la razón y volverme una micra más cínica por momentos, descreída, distante. Me pertrecho, me vuelvo a armar y me hago aún más autosuficiente, más independiente, más sola.

No me gusta estar ahí ni me gusta ser así. Tampoco consigo evitarlo del todo. Es un resorte poderoso y automático con muchas horas de rodaje. No sé si lograré desactivarlo alguna vez, si me dejará por imposible.

Anhelo seguir confiando, o probar al menos cómo se hace eso. Estoy dispuesta a seguir palpando la decepción, a probar el vacío en sus diferentes formas y sabores. Ya no me asusta como antes. Ahora sé que puedo sobrevivirlo, atravesarlo, sacarle el néctar. Ahora sé que es solo parte del entrenamiento y que puedo confiar, aunque el otro no pueda responder siempre a mis necesidades o expectativas sí puede estar para mí de manera genuina.

Vivir duele, sí, y también es placentero.


Descubre más desde lamujerinterna.com

Suscríbete y recibe las últimas entradas en tu correo electrónico.