Es cuando paso tiempo conmigo, serena, atenta, a la escucha, que me abordan las ideas y aterrizan claridades, que percibo sentidos antes ocultos y puedo ver las conexiones.

Necesito de ese espacio a solas, tranquila, sin estar pendiente de otros ni de ninguna actividad. Un intervalo de aislamiento buscado, elegido y bien cuidado donde dejarme caer para poder ver.

Y lo preciso no una vez al año, como un regalo en forma de retiro, sino a diario, cada día uno o varios espacios conmigo, paseando, meditando, sentada al sol o a la luz de una vela, sin distracciones ni exigencias, presente ante lo que se desvela, desapegada y sin expectativas.

A veces puedo sentir que se abre el cielo, que me hundo en la tierra, que la claridad me inunda y significados nuevos emergen generosos. Otras solo percibo mis pequeñeces y molestias, la impaciencia, el juicio, el miedo, la ansiedad, las ganas de escaparme o de esconderme, de desaparecer.

Me quedo ahí, todo lo quieta que puedo, abrazándolo todo, dejando que me habite, y puede que me lleve unos días captar el mensaje, entender el sentido. Es posible que me sienta perdida y me hagan falta un millar más de espacios como ése para aclararme. No importa. El trabajo es así.

Después de unos días en los que aparqué esos espacios y prácticas, mi realidad interna me reclama con justa intensidad que los retome, que vuelva a mi senda, que entre y salga y que siempre regrese. Porque aquí, a solas conmigo, en silencio, presente y abierta, es donde está mi hogar. Y no hay nada como estar en casa.


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