El hombre que viene de afuera, de otras tierras, con similar color de piel y un semblante distinto. Habla otras lenguas, trae otro acento, emana una vibración diferente que sintoniza con la que yo emito. Hay conexión, encuentro, entendimiento espontáneo, atracción, sintonía, reconocimiento mutuo. A veces no es originario de esos lugares de los que viene. Puede ser mi vecino de infancia, mi compañero del colegio, pero uno que hizo el viaje de Ulises o que está aún en mitad del trayecto.

El masculino extranjero, el peregrino, el hombre errante que se lanza al camino y se atreve y que por todo eso se me hace tan extraño como irresistible; el que trae en los ojos el brillo de otras aguas y el sonido de otros cantos enredados en el pelo. Ése que habla con otra cadencia, que observa desde un lugar menos obvio y más profundo y no se entretiene ni se distrae. Para, descansa, se repone y continúa sin prisa ni expectativas. No tiene nada que demostrarle a nadie. Es fuerte, es sabio y valiente, está decidido a hacer el tránsito que le toca. Algunos lo llaman loco. Yo veo en él más cordura de la que observo en mi entorno.

Ese hombre que oteo en la distancia y al que anhelo acercarme es un hombre de carne y hueso, con canas y arrugas, con manos y brazos fibrosos y fuertes, de voz grave y cálida sensibilidad, que acaricia con máximo respeto y sin pudor y abraza desde su ser. Y también es mi masculino interno dejándose ver, mostrándose como es en los reflejos de sí mismo que yo misma proyecto.

Atiendo al hombre físico que admiro y por momentos puedo verme a mí en él, a esa parte mía que me habla de aventura, de viajes, de emprendimientos, ésa que va y sigue el impulso de accionar, que analiza y moviliza, que ve el miedo pero no se frena, capaz de contener desde sus límites firmes y amorosos, poseedor de una fortaleza que no es rigidez.

Necesito mucho a ese masculino interno ahora en mi vida. En otros tiempos he andado enredada a otro menos sano, más dependiente y posesivo, más autoritario y desconfiado, uno que se las daba de fuerte sin serlo tanto, incapaz de mostrar su vulnerabilidad. Ya no me sirve bien. Tomo lo que tiene para darme y lo suelto, me libero.

Empieza a adquirir su forma genuina el matrimonio sagrado interno que habita en mí. Cada instancia en su lugar, respetándose, admirándose, amándose sin reservas, con amplitud, en un baile sincrónico de espontánea ejecución, perfecto, grácil, placentero, liviano. Sin esfuerzo. Nos fortalecemos mutuamente y fortalecemos el vínculo, creando un espacio para que la criatura, la hija interna tenga también cabida y pueda expresarse y ser en plenitud. Mi familia interna me sonríe gozosa y siento la calidez y el bienestar habitando mi pecho.

Cómo puedo extrapolar esa conquista interna a mi cotidiano exterior es el juego de simetría en el que me encuentro, a veces incomprensible. Pero sé que internamente ya comencé a verlo muy claro y que el camino es desde dentro y hacia afuera. Así que voy probando, jugando, arriesgándome. Con respeto, sin invadir, con amor. Asustada a veces y con mucho gusto otras, confiada y confiando. Estamos en casa. Somos hogar. Siempre.


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