Cómo vengo haciendo, históricamente, para desconectarme de mí.
Me narcotizo con dulce y harinas, con tele basura, con alcohol, alguna vez comprando, durmiendo demasiado. Me enredo en el hacer compulsivo, en la falta de descanso, en ponerme disponible para los demás, con el sexo. Con las interminables listas de tareas, con las rutinas manidas que voy acumulando y que me asfixian. Me pierdo buscando la mirada del otro, que me vea, que me reconozca, que me valore. Sin escucharme a mí.
Y así he ido sobreviviendo, creyéndome que todo andaba bien, que soy funcional, productiva, normal. Que estoy sana. Que no me pasa nada.
Cómo conecto conmigo.
Salgo a caminar, al monte, a la playa. Camino y camino a buen ritmo, sola, respiro, y la cabeza se va descargando de ideas locas, se queda algo más vacía y liviana. Me baño en el mar y me dejo flotar sin esfuerzo, arrastrar sin esfuerzo por la corriente que manda, y mi cuerpo se limpia y deja atrás lo pesado, lo pegajoso, lo rígido. Busco un espacio y un momento para estar sola, tranquila, sin hacer nada más que respirar, escuchar, sentir. Me encuentro o hablo con alguna amistad cercana y querida, para destripar nuestras vivencias y compartir. Vengo aquí a escribir para seguir aclarándome, sin enjuiciarme, tratando de tocarme en lo genuino, de que aflore. Bajo a mi cuerpo, atiendo a sus gritos y a sus susurros, a lo que pide y a lo que se calla, lo cuido, lo tengo en cuenta, lo valoro y le agradezco. Bailo libre, sin pautas, sin estructura, dejándome tomar por la música y el ritmo, siguiendo el movimiento espontáneo que mi cuerpo impulsa, permitiéndole expresarse sin traba alguna. Vuelvo al círculo, a la tribu, al encuentro con la Medicina, a experimentar la confianza, la entrega, la humildad, el compromiso. Suelto, dejo ir, siento el dolor, la incomodidad, dejo que me tomen. Reconozco mi vulnerabilidad, la muestro, me dejo caer. Lloro. Descanso, paro, dejo de hablar, hago nada. Escucho, estoy presente. Soy.
Vivir desconectada de mí ya no es una opción, aunque me siga desconectando a ratos, en ocasiones, por momentos. Ahora cuando lo hago es con consciencia, y mi observadora interna se pone al servicio atenta, tomando nota de todo. La jueza también escucha y atiende, no critica ya ni machaca. Mi madre sale al encuentro: «en qué andas, qué te está pasando, qué necesitas». Mi niña, mi adolescente o mi mujer joven expresan su dificultad, su dolor, su anhelo. Y entre todas le hacemos sitio a lo que emerge, validándolo todo, excluyendo nada.
En esta polaridad, conectarme y desconectarme de mí, se juega el partido de mi existencia.
Confío en convertirme en una mujer madura y en una viejita sanas, humanas, imperfectas, fuertes y vulnerables, despiertas, auténticas, libres. Confío en llegar al final sin miedo, serena, sintiendo que he vivido plena.
Y dejarme ir, sin más.
(Imagen de Álvaro Parada en El Jardín de Francisco Villalobos).
Descubre más desde lamujerinterna.com
Suscríbete y recibe las últimas entradas en tu correo electrónico.