Dolorida, inflamada, vulnerable, con el nivel de energía bajando a medida que transcurre el día. Procuro esforzarme lo justo, escuchando el llamado de descanso que mi cuerpo me lanza.
Mi mente racional se siente torpe, lenta, espesa, le cuesta rendir, no atina, se atranca, se bloquea o desconecta. No estamos para mucha acción ni ella, ni mi cuerpo ni yo misma.
Sin ganas de mucha palabra hablada, buscando el silencio, sin forzarme a ser correcta ni sociable, haciendo lo que puedo y lo que me apetece.
Siento cómo la sangre se derrama a través de mí arrastrando residuos, limpiándome por dentro. Trae dolor físico y molestias adheridas, también purificación y centramiento.
Recojo mi sangre con cuidado cada vez y mezclada con agua la entrego a la tierra, a mis plantas, la devuelvo al lugar que todo lo abraza, y siento que la vida se perpetúa en un ciclo infinito sin principio ni fin, que eso que vemos como deshecho y lo que entendemos como muerto es solo alimento para otra forma de existencia.
Esta certeza me pone humilde. Veo qué pequeña soy, parte de este universo prodigioso y qué grandeza la de este diseño de mujer, la dimensión de su poder creador, su perfecta inteligencia y la concreción de su periodicidad.
Cada mes una nueva oportunidad para experimentar la conexión conmigo, con los ciclos de la vida, con la luna, con las mareas, con mi parte sombría y con la necesidad de parar, de no hacer, de pensar poco y pesar mucho. Mucho más que ayer, que hace tres días. Más que hace quince cuando me sentía pletórica y activa, capaz de casi todo, plena de energía. Hoy me siento al mínimo.
Durante años anduve molesta y asqueada con mi menstruación; desde muy jovencita me sometí a los anticonceptivos, a la antinaturalidad del control hormonal, y ese enfado se rebajó; después quise embarazarme y la llegada del sangrado se convertía cada mes en la odiosa confirmación de mi fracaso y de mi frustración.
Hace unos años que recibo a mi sangre con todo el honor y respeto que se merece, dejándome sentir sus efectos, entrando en contacto directo con ella, recogiéndola, ofrendándola, agradeciéndole su certera regularidad, cómo me ayuda a ordenarme y a comprender mis estados internos, cómo me impulsa a parar y a cuidarme.
Es posible que nos quede poco tiempo juntas así que últimamente cuando llega me digo que podría ser la última, y eso me lleva a apreciarla aún más. Le agradezco su llegada, su toma a tierra cuando a veces ando además algo volada, su invitación siempre a reconectar y a tener presente que todo tiene un fin y que la muerte y la vida son inseparables o incluso la misma cosa.
Durante estos días una parte mía se va desprendiendo porque ya ha muerto. La despido a medida que se va soltando, le agradezco la purificación que me trae y me adapto a la renovada yo que emerge cada mes tras su marcha.
Me siento honrada y afortunada por ser mujer y tener esta oportunidad introspectiva tan poderosa cada ciclo. Pienso también qué ventaja supone frente a los hombres y me pregunto si alguno de sus movimientos internos responde a algo parecido, si algo en su engranaje los conecta a su interioridad como el sangrado a nosotras. Sospecho que no sea así y comprendo la distancia que nos separa, la dificultad a veces para encontrarnos en un punto medio del camino. Obvio que la mayoría de ellos no va a poder/querer/ser capaz de bucear hasta la profundidad abisal en la que muchas de nosotras por diseño natural nos acomodamos. Tampoco podemos quedarnos a vivir en la superficialidad. Es preciso hallar un lugar a medio camino donde respirar, ver la luz y abrazar la practicidad de la vida mientras ellos aprecian que esta oscuridad nos habita a todos y que es preciso dejarse tocar por ella para ser completos.
Durante demasiado tiempo se nos ha juzgado de sucias, brujas y peligrosas por sangrar cada 28 días sin morirnos. Muchos hombres de hoy están aún pegados a estas leyendas que se han esforzado por denigrarnos y despreciar la fuerza de nuestra naturaleza femenina. Y hay mujeres que aún le dan la espalda renegando de su tesoro, masculinizadas en sus formas y comportamientos, desconectadas de la nave nodriza.
Es triste esta ceguera. En otros tiempos y todavía hoy en otros lugares es dañina. Por eso nos toca a las que vamos a bordo adueñarnos con plenitud de esta realidad tan nuestra y mostrarla, hacerla visible, hablar de ella, nombrarla cuando nos pasa, atravesarla con amor y respeto, contar cómo es para nosotras, qué sentimos, para qué nos sirve, el sentido profundo que nos desvela. Que no dé miedo, ni asco, que no sorprenda, que se torne natural, un espacio de unión a través del que reconocernos de verdad.
La misma sangre. La misma carne. La misma vulnerabilidad e igual fortaleza. Mujeres y hombres. Niñas y niños. Un mismo origen y el mismo destino.
Sangre. Vida. Muerte. Naturaleza. Perfección. Unidad.