Lleno la bañera con agua tibia.

La aderezo con sal marina, clavo y canela.

Enciendo tres velas: una blanca, una rosa y otra roja.

Preparo un vaso de agua fresca con zumo de limón y una gota de menta.

Pongo música sugerente, sensual, evocadora, aunque es posible que prefiera el silencio.

Me sumerjo despacio, para que mi cuerpo se habitúe a la temperatura del agua.

Dejo que me cubra entera, hundiendo también la cabeza unos instantes.

Al emerger me aseguro que mi pecho quede cubierto por el agua.

Acomodo mis brazos, relajo mis piernas, dejo descansar mi cuerpo entero.

La canela invade el espacio y la llama de la vela roja se erige por encima de las otras.

Siento la suavidad de mi piel.

Respiro con tranquilidad y escucho el compás de mi respiración.

No tengo prisa. No hay nada más que deba hacer. Solo estar aquí conmigo en esta serena entrega.

Hasta que sea suficiente o hasta que me tome el frío.

Me limpio, me purifico, me renuevo. Me abro a la energía del otoño, a soltar para florecer.

Siento el placer que soy, la vida que represento, la verdad que encarno.

Agradezco. Sonrío. Canto.

Entonces escucho un murmullo: todas mis ancestras se acercan hablando entre ellas, dándome sus bendiciones, afirmando mi camino.

Se regocijan por mi libertad, por mi arrojo y determinación, y eso a pesar de parecerle a algunos e incluso a mí misma a veces loca, soñadora o fantasiosa.

Me dicen que no haga caso alguno a lo que dicen afuera, que me atienda a mí y a lo que sucede por dentro.

Les cuento que a ratos es difícil, inviable incluso, y que ahora puedo no solo porque he madurado sino porque puedo sentir que ellas me sostienen, que vinieron antes y pusieron mis cimientos.

Asienten y ponen en valor mi impulso, me ponen en valor a mí.

Hicimos lo que pudimos y pusimos nuestras esperanzas en ti. Podrías haber repetido el patrón, comentan. Podrías no haberte atrevido.

No sé si me he atrevido, no sé muy bien cómo lo vengo haciendo. Me he visto perdida demasiadas veces, cayéndome tan a menudo… He aprendido a dejarme llevar por el flujo de mis mareas internas.

Atiendo el llamado. Acudo a las aguas, me entrego a la tierra, al silbido del aire y a la llama del fuego.

Y siempre te sumerges, me dicen. Es cierto, siempre lo hago así. No encuentro otra manera.

Eres digna hija de todo el clan. Estamos orgullosas de ti. Eres una mujer completa, valiosa, perfecta. Te hemos esperado con tanta confianza…

Sonrío todo el tiempo. Es sanador dejarme acoger por las cálidas aguas de su reconocimiento.

Me explican que cuando me cuido las estoy mimando a todas ellas. Las que murieron jóvenes, las que no tuvieron con qué consentirse, las que no conocieron la dicha.

Me conmueven sus historias, los surcos de sus rostros, las grietas en su piel, el dolor y la frustración que habita en el fondo de sus ojos, detrás de la mirada.

Veo las guerras, los hijos muertos, la escasez, los abusos.

Me muestran también las risas, la devoción, su fe, su esperanza, tanto amor.

Me dicen que soy más que suficiente, que no hay nada más hermoso que pudieran anhelar de mí.

Cierro los ojos y dejo que todos sus mensajes me empapen, que como el agua hagan parte inseparable de mí.

Comienzo a sentir frío y aprovechan para despedirse en cuadrilla. Las veo alejarse cogidas de los brazos, riendo y canturreando.

Una de ellas se da la vuelta. Creo que es mi bisabuela Carmen. Me emociono al verla y al reconocerla. Sonríe y siento un amor enorme que me inunda el pecho.

Mi llanto fluye. Me ablando. Me hago agua ante su entrañable mirada.

Anda, primor, sal ya que te vas a resfriar. Y sigue escribiendo, bailando y cantando. Con las plantas te echaremos unas cuantas manos.

Se vuelve y sigue la estela de las demás.

Ya no las veo ni las escucho.

La llama de la vela roja se relajó y ahora es la blanca la que crepita.

La pequeña salamanquesa que lleva unos días paseándose por casa se asoma curiosa.

¿Has visto a las mujeres de mi clan? Le pregunto feliz. Sí, y he visto cómo te reconocen.

Le hago caso a mi bisabuela. No quiero enfermarme. Quiero cuidarnos y atendernos. Quiero que a través de mí se sientan mimadas como nunca antes.

Y que las nuevas generaciones puedan hacerlo aún mucho mejor que yo. Mis sobrinas, sus hijas, las hijas de sus hijas…

Me siento dichosa y plena. Vista y amada. Sostenida y enraizada.

Me acuesto pidiéndoles que me visiten mientras duermo, que me ayuden con algunas dudas que me abruman, con las dificultades que me asaltan.

Confío en que volverán para guiarme y apago la luz ilusionada.


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