Una vez más, pletórica de alegría y también con cierto nervio, vuelvo a la zona de baile, a la pista donde los danzantes nos descalzamos para entregarnos al trance que un mago de la música facilita para nosotros.

Sin palabras, sin expectativas más allá de entregarme a lo que mi cuerpo destila, aunque mi cabeza se empeña en acaparar espacio. «Qué poca gente hoy, qué pena, qué pereza danzar así, esto no va a ser lo mismo…» Varias veces la invito a callarse, a relajarse, que falta nos hace.

Creo que está de acuerdo porque se calma, baja el volumen, o tal vez subió el de los altavoces. Los tambores retumban en el pecho de la sala y en el mío. Imposible no rendirme a ellos, no entregarme a la palpitante rítmica de su potencia.

De la vertical al suelo. Del suelo a la vertical. Aventurándome en el espacio, siguiendo la estela que la música va dejando a su paso mientras la luz desaparece para hacerle sitio a la penumbra y a la oscuridad.

Voy atravesando paisajes internos tocados por el mágico espectro del exterior. Me asalta mi tendencia al apego (si hay más o menos gente, si los conozco, si me gusta danzar con ellos, si echo en falta a quienes no están, si la música me inspira, si me distraigo o me centro….) y decido danzarla y danzarme con ella, despegándome de su influjo y atendiendo desde fuera a cómo reacciona mi mente ante la posibilidad de ver amenazada esa instancia del carácter. ¿Qué pasa cuándo me desapego, cuando suelto y dejo ir cada uno de esos enganches? Bailo eso también y percibo la diferencia de color, de sabor y de temperatura que ese desprenderme trae.

Mis compañeras danzantes, mujeres hermosas y valientes, exuberantes de vida y de emoción, conocidas y extrañas, se van cruzando en mi camino y yo en el suyo, encontrándonos entre giros y sonrisas, con la vida chorreándonos entre los dedos, haciendo magia con cada curva y en cada gesto. ¡Cuánta belleza y qué prodigio de poder! Las admiro y me maravillo ante la luz que emanan sus pasos.

Tras una de esas vueltas abro los ojos y me encuentro con mi sombra reflejada en la pared. Danza conmigo y para mí mostrándome la libertad y fluidez de su acento, una determinación intangible, inasible y tan real como la música que suena y que no puedo atrapar, que se difumina en el espacio hasta desaparecer para siempre. Danzo con mi sombra acariciando mi cuerpo y aprecio su sensibilidad y su encanto. Sonrío de nuevo y agradezco. Soy consciente de la dicha que habita en mí, de mi verdad y de la valentía que me mueve.

La música sigue trazando recorridos únicos e inesperados, esbozando mapas que visitan geografías y épocas distantes. Los siguientes compases tienen la fórmula mágica para llevarme atrás en el tiempo. Tengo 16 años y bailo la misma canción con el mismo entusiasmo pero con mayor pudor y vergüenza, más contenida y rígida, menos espontánea y genuina. Me dejo tomar por la vitalidad de esa adolescente y le transmito la fuerza de esta mujer adulta, algo más libre y desenfadada. Me conmueve sentirnos juntas, la misma pulsión vital, y la emoción se traduce en lágrimas que recorren mi rostro mezcladas con risa. El prodigio de crecer, sobre todo por dentro, y de reconocerme aún en la inocencia y frescura de esa joven a la que contengo.

Tras esta regresión conecto con el cansancio y comienzo a bajar el ritmo entregándome a los estiramientos y torsiones que mi cuerpo va pidiendo, en ruta hacia la quietud. El cuello, la espalda, los brazos, las piernas… Agradezco su entrega, la fuerza con la que están presentes para mí. Me acaricio, me abrazo, me dedico suaves y tiernos besos. Siento que me amo y me siento dichosa de habitar me así.

Volvemos al círculo los valientes que hemos permanecido. La sesión ha sido larga, intensa, un reto de sonidos y ritmos. No todos consiguieron terminar. Coincidimos quienes quedamos que este viaje ha sido profundo y la Gratitud emerge abundante de nuestros poros abiertos. Agradecemos al alquimista que ha facilitado el recorrido, al espacio que nos sostiene, a la Tribu que acompaña, y tras despedirme de mis queridas hermanas salgo de allí renovada, más viva y con el corazón en llamas.

Danzar en grupo es para mí una Medicina sagrada, un agujero negro entre dos de mis mundos y un pasaporte hacia el placer, la claridad y el bienestar. Quiero danzar y vivir danzando libre siempre, explorándome y explorando la existencia desde la luz que el movimiento así trazado me trae. Con mis sombras, máscaras e indumentaria al desnudo, al servicio, en honesto despliegue. Con los ojos abiertos y cerrados, latiendo, confiando, gozando de la energía que somos.

Gracias a los músicos por vehicular esta medicina. Gracias a los danzantes por tomarla en preciosa y profunda comunión. Gracias a mí por llevarme a sanar/danzar, ahora y siempre.

(Imagen de Álvaro Parada)