La niña hace parte de un escenario de infancia en el que todas las necesidades básicas (físicas y energéticas) están cubiertas. No hay demasiada diversión pero a ella le vale. Tampoco conoce otra cosa así que esto no solo es suficiente sino que le parece el paraíso. Energía femenina poderosa acotada a la que se pliega. Muchas veces. Todo el tiempo.

Irrumpe en escena la figura del padre. Joven, dinámico, activo, divertido, capaz, valiente. La saca al mundo, cada día. Juegan. Ella disfruta y queda fascinada con la imagen y la energía de ese hombre que también le parece ideal. Lo quiere para ella porque a su lado la vida sabe mejor y tiene más colores y porque él la mira más y mejor, o eso cree ella. Así que se alía con él en contra de mamá. Sin darse cuenta se identifica con ella: si papá la quiere y yo soy como ella, me querrá a mí también, se dice sin ser consciente. De alguna manera irracional percibe que eso es así.

Es muy observadora. Presta atención. Se fija. Aprende todo el tiempo. Emula. Se esfuerza. Quiere ser como esperan que sea. Quiere encajar. Quiere que la quieran. Que la miren. Que la vean. Quiere ser vista por lo que ella es. Sobre todo por papá. Pero no se da cuenta de que cuanto más se empeña en gustar, en complacer, en ser como esperan que sea, más y más se abandona a sí misma, y al ir creciendo, ser vista y querida por lo que en verdad es, se vuelve un imposible: como eres, no. Se lo confirman de diferentes maneras. Papá también. No existen ya aliados. Ni paraíso. Este escenario se volvió una mierda. Sale a la vida, se va aventurando, y va buscando fuera (sin darse cuenta de que eso es lo que hace) lo que no encontró en casa.

Entre guías, profesores y amistades empiezan a aparecer esos iguales tan distintos: los niños, los chicos, los hombres. Y de nuevo, sin ser consciente, busca a papá en todos ellos, busca al ideal que conoce, tal vez incluso uno más pleno. Va haciéndose mayor y afinando en su exploración, hasta que, cómo no, en su edad adulta consigue emparejarse con un buen hombre que, oh milagro, se parece sospechosamente a papá. Tanto que, ahora sí, cuando se da cuenta, le da hasta miedo. ¿Quién en su sano juicio quiere emparejarse con su propio padre, con un casi clon de papá? ¿Qué encierra esa perversión y cómo puede librarse de ella? Asco, tristeza, confusión, miedo. Eso es, miedo, sigue la pista… No escucha nada. El miedo la aterra y prefiere evitarlo.

Para entonces está ya tan metida en la vorágine de su rutinaria y tradicional existencia que no sabe cómo zafarse de lo que le rechina. Pero parte del andamiaje se tambalea, se resquebraja y cae en pedazos. Ahora no hay tanto a lo que aferrarse. Falta seguridad y sobra miedo. Miedo, sí, por ahí es… Esa voz sigue insistiendo.

Se deja habitar por el miedo. A menudo no lo hace por decisión voluntaria. Más bien la vida la pone a prueba presentándole situaciones que la asustan. Procura mirarlas de frente. A veces se sigue escapando. Otras solo puede dejarse atravesar, acongojada. Entonces percibe que, aun removida y herida, sobrevive. Puede ir más allá del miedo. Y tras cada periplo resurge más fuerte, más clara, más genuina.

La seguridad no es algo que pueda encontrar afuera. No hay padre, amante, marido o maestro que pueda facilitársela. No hay mamá ni enamorado alguno que la quiera como ella anhela. No existe trabajo, dinero, sexo, aficiones, experiencias o aventuras que la colmen en lo profundo. Solo ella puede concederse a sí misma esa plenitud.

Entonces puede ver que todo son proyecciones propias y que ella hace parte de las proyecciones ajenas. Una suerte de manicomio cósmico, una obra coral donde todos desempeñamos diversos papeles con una credibilidad pasmosa y sin sabernos meros actores de reparto.

Van cayendo los velos, uno a uno. La máscara que lleva pegada se hace más consciente. Se va despojando de lo accesorio, que es ilusorio. No puede soltarlo todo, tampoco lo pretende. Sabe que este personaje la ayuda a sobrevivir, que tiene sus inconvenientes y también sus beldades. No pretende erigirse en mártir ni aspira a iluminarse, si es que eso existe. Sí confía en vivir en plenitud con lo que es, con lo que hay, en gratitud y despierta, desde el amor y la autenticidad. Honrando su humanidad y todas las vivencias que emanan de ella, sean oscuras o luminosas, placenteras o desagradables, fáciles o incómodas. Está aprendiendo a aceptarlas todas, aunque molesten, aunque sean impermanentes, aunque no las entienda. Las abraza. Y esa seguridad interna sigue nutriéndose y floreciendo. Y los velos siguen cayendo…

Caen solos cuando ella se pone en el camino que le toca. Caen solos. No tiene que trabajar tanto para lograrlo. No hace falta que se esfuerce. Caen solos. No es preciso lograr nada, mantener nada, ser nada. Caen solos.

Así que permanece atenta, en su camino, receptiva, a la escucha, movilizando su parte, y confiando en que la vida se hace cargo de la suya. «La vida cuida de sí misma», le susurra el maestro. Y ella sabe que eso es cierto.