Hay un ataud de madera de pino forrado por dentro con una tela blanca satinada. Creo que es raso. No veo la tapa, solo el ataud. Parece estar flotando en el espacio vacío aunque el suelo lo sostiene. Siento miedo. ¿Qué hace aquí y qué hago yo sola frente a él?

De pronto estoy dentro, tumbada boca arriba. Se ajusta con estrechez a mis medidas. Apenas puedo moverme y eso me angustia. No caben mis brazos alargados junto a mis costados así que los doblo sobe mi pecho. Mis piernas estiradas. Mis pies tocando la parte baja de la caja. Procuro acomodarme. Respiro. Cierro los ojos. Me alegro de que no haya tapa a la vista. El miedo persiste. ¿Habré llegado ya al final o es esto solo un entrenamiento?

Ha pasado justo una semana. Numerosos movimientos se han sucedido en estos días. Mi cuerpo ha buscado ejes sobre los que expresarse. Se ha estirado y encogido, ha tanteado equilibrios, se ha entrelazado con otros cuerpos, ha habitado el asco y la naúsea, ha gozado, se ha arrastrado sibilante, ha rugido, ha vibrado, ha despegado al vuelo con destino hacia el origen.

Estoy de pie mirando hacia el interior de una hondonada en la tierra. Es de día y eso me sorprende porque suele estar siempre oscuro. El ambiente se siente nublado, plomizo y húmedo. La tierra removida y en el centro del hoyo un ataud de aspecto metálico sin molduras ni adornos de ningún tipo. Está cerrado. La tapa parece encajar, simplemente, no está sellada. Podría abrirlo. Tengo que abrirlo. No quiero. Estoy asustada. ¿Habrá alguien dentro? Sí, me digo. ¿Quién?

Después de una exploración por otros espacios me encuentro de nuevo junto al ataud de acero, ahora dentro de la hondonada, junto a la caja. Sigo sintiendo miedo pero ahora el impulso a abrirlo es mayor. No hay morbo. Es una necesidad imperiosa. Es preciso que lo abra. Para eso estoy aquí. Levanto la tapa sin esfuerzo. Pensaba que pesaría pero se eleva con facilidad y la dejo reposando a un lado.

En el interior yace un hombre desnudo, joven, delgado, fibroso, sin pelo, sin cejas, sin pestañas, sin vello en el cuerpo. El color de su piel es claro, levemente grisáceo. Su rostro es hermoso y parece haber sufrido. Me conmueve percibir su dolor y una oleada de ternura caldea mi ser de pies a cabeza.

De pronto noto que sus párpados se mueven. Unos segundos de esfuerzo y con dificultad logra abrir los ojos, despacio, poco a poco. Pienso que debe ser un tránsito difícil volver a ver la luz después de tanta oscuridad y entonces me mira. Sus ojos no tienen iris ni pupila ni hay fondo blanco que los enmarque. Sus ojos son del color de un océano profundo moteado, como un planeta de cristal visto en la distancia. Son de una belleza indescriptible, inmensa, profunda. Me da las gracias por estar allí.

Estoy sentada en la hondonada con mi espalda apoyada en la pared de tierra. La siento hidratada y cálida. El hombre de la mirada infinita está acurrucado en mis brazos, su cabeza descansando en mi pecho. La eleva para mirarme y se disculpa. Dice que me ha vomitado encima. Yo le sonrío. No importa. No pasa nada. Retiro la breve bocanada amarillenta para que no le moleste y limpio su rostro.

Siento un amor infinito, sin limitaciones. Sé que nos toca hablar mucho, que tiene mucho que contarme. Pero en este momento no hay nada más que hacer. Sólo permanecer en este abrazo los tres, descansando. Yo lo sostengo a él. La Tierra nos sostiene a los dos.

Tanto miedo, tantas resistencias para acabar siendo abrazo de amor.