Es sábado. Son las doce y media de la mañana. Sigo en la cama. Acurrucada. Tranquila. Descansando.

Anoche me han disparado en el pecho. No recuerdo ahora quién pero alguien muy cercano. Un hombre creo. He reaccionado atacando para defenderme, disparando de vuelta. No sé de dónde ha salido el arma ni cómo es posible que sepa usarla pero aprieto el gatillo una sola vez y la bala alcanza a mi oponente en el vientre dejándolo paralizado, y creo que muerto. Antes ha tenido tiempo de descargar una ráfaga sobre mí de la que he procurado protegerme. No sé si lo he logrado. Asustada como estoy no consigo sentirme el cuerpo. Me miro las piernas, los brazos, las manos, me palpo el torso y no encuentro marcas ni dolor.

De pronto noto mojado el pecho en el jersey rojo que llevo puesto, y una mancha oscura se extiende ocupándolo todo. Me han herido en el centro. Ahora sí noto el dolor en el lado derecho. Me cuesta respirar. Tal vez voy a morirme en breve, desangrada, asfixiada, sola. No tiene importancia. Ni sentido.

Presiono la zona dañada y cierro los ojos. Visualizo el orificio que debe haberse creado en mí, por el que brota la sangre y el dolor. Me doy cuenta de lo vulnerable que soy y de tanto y tan absurdo como he vivido. Para terminar así. Aquí. Ahora.

Sigo divagando en mi cabeza revisando instancias internas. Muevo la mano que presionaba la herida y me sorprende que no esté cubierta de sangre. No es posible. Me atrevo a levantarme el jersey y veo que no hay herida externa. Lo que permanece es el dolor y la dificultad para respirar.

La bala está dentro, me dice una voz, se ha quedado alojada en tu interior y debes estar muy atenta a tus movimientos porque es como llevar una mini-bomba incorporada, en cualquier momento puede estallar si no eliges bien cómo y hacia dónde te mueves. O puede que haya entrado y salido, limpiamente te ha atravesado y lo que sientes es de hecho la herida, el daño que ha causado a su paso y que va a seguir doliéndote un tiempo, hasta que sane, sin que puedas acceder a ella para limpiarla. Ésas son las dos opciones y no sabes en cuál estás.

Cierto. No lo sé. Ambas me hacen sentido. No tengo miedo. Pero me sigue doliendo.

Aprendo a vivir con ese dolor, con el malestar constante. Al caminar, al acostarme. En movimiento o en reposo. No cesa. Hablo de ello con algunas personas. Me han disparado en el pecho, les digo, aunque no se ve la marca. Me escuchan. No dicen nada. Me escucho y me canso de oírme contando mi anécdota. Dejo de hablar de ello. Ya está bien, me digo. Parece que la estoy alimentando. Y un día, pasado el tiempo, caigo en la cuenta de que apenas me duele ya. Me miro el pecho y, ahora sí, descubro una pequeña cicatriz. La marca. La prueba de lo que he vivido.

Me despierto cansada y no quiero moverme. Quiero seguir acurrucada en mi cama sin hacer nada, respirando, sintiendo mi pecho y si la herida supura aún. Me da igual la hora, los planes, el tiempo que hace. Solo necesito estar aquí conmigo y descansar, recuperarme por fin del asalto.

Sigo viva.

(Imagen de Álvaro Parada)