Ya es la hora. Llegó el momento.
Es tiempo de apropiarme por fin de lo que es mío, de quién soy de verdad, de los dones y talentos que traigo para desplegar, del camino que me toca seguir.
Es hora de adueñarme de una vez de eso que otros ven y yo me resisto a creer, de dejarme guiar por la certeza que marca mi intuición desde sus visiones y percepciones, de confiar en la impecabilidad del amor que me mueve.
Después de años de gestación, de pensarme perdida persiguiendo ideas, fantasías y expectativas. Años de presenciar mi desintegración, el desmembramiento de mis partes, la desestructuración del falso andamiaje, la muerte de lo ilusorio que habita en mí, retorciéndose de dolor y aferrado a las paredes de mi cuerpo con sus afiladas garras para no dejarme, para mantenerme esclava, sometida, torturada.
Años, con todos sus días y todas sus horas, de tocar con las puntas de mis pies el vacío insondable que yace por debajo de todo eso mío que se derrumba. Noches oscuras y eternas atrapada en el miedo, sin poder entregarme al sueño, sin encontrar descanso, aterrada por las sombras, al borde de un abismo sin fondo, sin luz, sin fin. La promesa de una caída libre, una espiral de vértigo infinita y abrumadora como única salida viable.
Caer, caer y volver a caer una y mil veces en ese precipicio. Sentir cómo se revuelven mis tripas, vomitarme las entrañas, dejar que mi cabeza estalle una y otra vez, llorar tanto que me duelan los ojos y dejar de ver por un instante, no poder ver nada claro desde esos ojos antiguos velados por la inconsciencia, la falsedad, la mentira… Retinas que se desprenden a golpe de lágrimas y que comienzan a intuir otra realidad en presencia de la oscuridad más absoluta.
Un parto largo, complicado, doloroso, tal y como lo fue mi venida a este mundo. Una concatenación de situaciones límite rodeadas de soledad, miedo, desconfianza y frío. Y también impulsada por un instinto férreo y un imparable amor por la vida.
Vivir, pase lo que pase quiero vivir. Abrazar la vida en toda su amplitud, con todo lo que trae, sin descartar nada. Ni el abismo, ni las sombras, ni el vacío. Abrazar el miedo, la soledad, el asco, la rabia oculta, la frustración, cada decepción y el dolor… Vivirlo todo con entereza y cada vez más sensible. Descubriendo esta vulnerabilidad mía que es un manto de plumas suaves cubriendo mi ser de pies a cabeza, permitiéndome volar y tomar tierra.
Tal vez el expulsivo se ha alargado también en el tiempo, con sus espasmos de sangre, sus eléctricos calambres, alternando momentos de reposo y entrega, espacios de rendición en los que he ido descubriendo el descanso y lo mucho que lo preciso. Cómo de ajada está mi alma, el agotamiento de mi ser, sus interminables pedidos de escucha, atención y apertura.
Todo eso para que la nueva criatura que ahora emerge y que siempre he sido consiga darse a luz a sí misma y plantarse arraigada en la verdad que la sustena de pleno derecho desde el principio de los tiempos. Sin pedir permiso, sin esperar aprobación, sin compararse con nada. Sólo mostrándose tal cual la vida la ha engendrado, desnuda, perfecta, vulnerable, bella, fuerte, capaz, fértil, plena de amor.
Ya es el momento de reconocerme en esa encarnación, colocarme agradecida y humilde este traje que la vida me ha hecho a medida con tanta devoción y cuidado. ¡Cómo puedo renegar de un regalo así! ¡Cómo no iba a aceptarlo o dejar de atesorarlo! ¡Cómo no valorar su belleza, la grandeza que entraña y el universo de posibilidades que abarca!
Abrumada y con profunda gratitud acepto esto que soy y me comprometo a alumbrarlo, nutrirlo y honrarlo todos los días de esta vida mía, hasta que la muerte nos separe y más allá incluso de la misma muerte.
(Imagen de Álvaro Parada)