Quisiera sacarme esta sensación angustiosa, este pellizco constante de incomodidad en el vientre. Quisiera largarme de aquí, desaparecer, salir volando para volver a casa. Sentirme segura de nuevo y poder dejarme caer para lamerme las heridas.
En lugar de eso tengo que permanecer y sostener el vacío, la tristeza, la decepción. Sentirme estúpida por haberme puesto en esta situación, en contra incluso de esa voz interna que vino acompañada de miedo para decirme que me quedase, que iban a dejarme sola, que efectivamente no estarían para mí como yo necesito, en un lugar extraño y lejos de mi hogar.
No quise hacerle caso entonces y ahora es tarde. Estoy aquí y me mantengo en equilibrio como puedo, con el temblor interno activado, respirando entrecortada y superficial. Quiero llorar y no lo consigo. No se atreve mi cuerpo a colocarse en ese lugar de vulnerabilidad. Si pudiese llorar soltaría tensión, aflojaría la garganta y las tripas y tal vez pudiese dormir esta noche.
Me doy cuenta entonces que es mi niña la que está aterrada, y la consuelo como puedo, acariciándola, apretándola con mis manos para delimitar sus brazos, sus piernas, su torso. Me pongo una mano en el corazón y otra en el vientre, respiro profundo, le digo que estamos juntas, que existimos, que tenemos raíz y estructura para mantenernos en pie y que yo me hago cargo. No es grave lo que ha sucedido, un desencuentro más, uno de esos que las personas adultas provocamos tantas veces, porque no sabemos hacerlo de otra manera, porque nos olvidamos, porque no nos atrevemos… No pasa nada, mi niña linda. Ahora estamos en esto y en unas horas pasará, se dará el reencuentro, podremos hablar y reparar y en dos días volveremos a casa con nuevos o más profundos aprendizajes integrados.
Escucha atenta, comprende. Se conforma un momento, descansa. Parece incluso quedarse aletargada un instante para volver luego al modo alerta. Sólo puedo recogerla una y otra vez, tantas como sea preciso, cuantas ella necesite. Estar aquí para ella atenta y disponible, sin exigencia ni prisa, dejándola que sienta lo que sea que le venga, libre y capaz, fuerte y sensible. Recordando qué experiencias, qué actitudes ajenas pasadas han generado en ella este daño, el miedo, la dificultad.
Comprendiéndola me comprendo. Atendiéndola me atiendo. Nos necesitamos y yo quiero estar aquí para ella siempre, que pueda descansar en calma, saborear la paz interna, la seguridad total, la confianza, la libertad de ser. El amor que me mueve y que siento por ella es inmenso y de cualidades extra-corpóreas. No existe nada más valioso e importante que hacer que alimentarlo. Y eso es precisamente lo que toca en este contexto: ver a mi niña, dialogar con ella y alimentar la llama de amor viva y ardiente que late ajena a la desesperanza. Así puedo ver en el otro el mismo mecanismo, la misma dificultad e igual necesidad. Su niño herido, el adulto armado, la incapacidad de momento para hacerlo de otra manera… Una oleada de amor me invade con su inconfundible calidez y me dejo tomar por la medicina que destila.
Respiro. Respiro profundo y mi oxígeno atraviesa sótanos y mazmorras arrojando luz templada y limpia, derribando puertas, limpiando e insuflando vida a lo que andaba pudriéndose en los oscuros rincones.
Estamos agotadas. El tsunami emocional arrasa con nuestra energía vital reduciéndola a mínimos. Procuramos alimentarla con el tacto, el agua, la música, el descanso. Y confiamos. En el proceso y en la vida. No nos llevará a ningún lugar que nos sea ajeno y sólo anhela lo mejor para nosotras.
Confiar y esperar, mi niña, eso es todo.
Descubre más desde lamujerinterna.com
Suscríbete y recibe las últimas entradas en tu correo electrónico.