Cada verano llegadas estas fechas suele sucederme lo mismo: el hartazgo de planes, quedadas, salidas, gente en casa, sol, comida y bebida a destajo, calor, ruido, falta de intimidad…
Solo quiero decir que no y quedarme en mi cueva, recuperar mis aburridas y ordenadas rutinas, el silencio, la soledad, el descanso, la austeridad, la frugalidad, la quietud.
Quedarme dentro. Estar en mí. Limpiar el nido. Deshacerme de lo accesorio. Sacar mis libros, mis cuadernos de notas, mis bolígrafos de colores y entrar en la escucha profunda que me lleva a atender todas mis voces para ponerme clara.
Recuerdo aquel tiempo de adolescencia en el que fantaseaba con retirarme, con hacerme monja y vivir en aquella casa de ejercicios espirituales, sin necesidad de estar con los míos, sin más obligación que estar en mí y atender las tareas comunitarias. Levantarme y acostarme con el sol, orar, meditar, agradecer.
Entre un extremo y el otro está el territorio aún medio virgen de mis límites y mucha torpeza para aventurarme en él. Torpeza, dificultad, falta de pericia. Soy una criatura a medias, madurándome a la luz de mi consciencia. Me va a llevar toda esta vida, al menos, colocarme cada vez en el lugar donde de verdad quiero estar.
(Imagen de Álvaro Parada)
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