Sucede a veces, por algún golpe de magia o por simple sincronía, el coincidir con alguien que enciende en nosotras una llama cálida o ardiente, alguien que propicia cierta revolución interna, una revuelta, una peculiar conexión, un levantamiento imprevisible e inevitable con una fuerza inesperada que, si no la reprimimos, va a modificar nuestro estar en la vida de alguna forma y necesariamente.

Esta vez sucedió así, por sorpresa, sin buscarlo ni entenderlo. No habíamos coincidido ni en un simple cruce de miradas y acabamos perdiéndonos después en la profundidad de nuestras expandidas y oscuras pupilas.

La mente perdió fuerza, casi se quitó de en medio ante el magnetismo que pulsaba nuestro espacio, y yo me embarqué en un viaje a ciegas por las rutas que me marcaba tu cuerpo, sin mapa ni brújula, sin organización previa, centrándome en lo que me apetecía, o en cómo te movías, o en los sonidos que emitías, en tus palabras a veces, atendiendo a mi intuición, que cuando estoy presente me habla con claridad y contundencia de las verdades que subyacen bajo la superficie de lo evidente.

Recorrí con deseante curiosidad todo tu perímetro para adentrarme luego en tu interior, percibiendo las oleadas de luz y de oscuridad, los quebrantos, la entrega y la dificultad, el placer y la molestia, tu deseo y el mío entrelazados, dándole forma a un tapiz tan humano como celestial de gozo y expansión, de creatividad y generosidad, de fusión y plenitud. Borramos los límites, cayeron las corazas, se abrieron las compuertas y nos dejamos llevar por la fuerza del contacto.

Acaricié cada hueco, cada pliegue de tu piel. Musité palabras prohibidas a tu oído y atendí a tus retadoras respuestas. Reímos, me perdí en tu sonrisa un millón de veces, en la esponjosa textura de tus labios y en la dulce humedad de tu lengua. Jugamos, jugamos mucho, y besé con suavidad cada una de las cicatrices que te pueblan, preguntándome por su historia, por el dolor que te generaron y las secuelas que han dejado.

Te abracé mientras dormías, acaricié tu espalda, tu cintura, tu cadera, y ahí me quedé dormida como si estuviese en casa, respirando en calma, reposando el amor en todas sus facetas mientras seguía vibrando por dentro, maravillada por el impulso de la vida recorriéndome. Hacía mucho tiempo que no sentía ese temblor, esa llama encendida, la incandescencia generada por dos cuerpos que se reconocen y se dan la bienvenida con apertura.

Y luego, el vacío de la separación, con la belleza de lo creado en comunión impregnando el ambiente y envolviéndome, funcionando como un enganche invisible. Amor, Gratitud, melancolía, tristeza, incertidumbre, incomodidad…

Haberlo vivido con plenitud, sin restricciones. Haberme abierto a la experiencia de entrega, fusionada en confianza. Agradecida. Haciéndome cargo ahora de las contracciones. Sin culpa ni arrepentimiento, gozosa e inquieta, lo abrazo todo y me abrazo a esta vitalidad cálida que moldea la existencia. No es mejor ni peor que la calma, que el silencio. No es más que la soledad o el miedo. Es otra vivencia humana, otro prodigio de nuestro hermoso ser desplegado. Una razón más para anclarme a la vida. Aunque haya durado un suspiro. Aunque no vuelva a repetirse. Aunque no nos veamos nunca más. Ha existido, ha sido real y bello.


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