La sala es enorme, ancha, de techos altísimos, y está plagada de gente que circula atareada con bolsas y maletas o se sienta tranquila a esperar no sé qué. Podría ser la antesala de una estación central o el corazón de un centro comercial.
Yo estoy sentada en un sofá biplaza de piel oscura, bajo y muy cómodo, junto a un ventanal enorme, con una mujer mayor vestida de blanco a la que admiro y amo y que siento como mi maestra. La colmo de atenciones y cariño, le digo que somos muchos quienes la extrañamos y que me siento muy agradecida de poder encontrarnos así en intimidad de vez en cuando.
Ella es un prodigio de ternura, compasión y alegría. Me sonríe y me devuelve su atención y cariño con mirada y contacto, me dice que siempre está aquí para mí, para nosotros y yo sé que es verdad. Una dicha enorme me toma entera.
Me señala al techo y veo un hilo del que cuelga una especie de araña redonda de unos seis centímetros de diámetro. Negra y amarilla brillante, se descuelga en el espacio silenciosa con una misión muy clara: «ellas son como nosotras pero están trabajando desde otro nivel, un nivel invisible para tantos humanos. No te preocupes, no hay riesgo de que la vean o le hagan daño. Existe ajena a ellos y se dedica a tejer y mantener unidos los hilos de toda esta realidad que habitáis. Sin ellas, se vendría todo abajo.»
La miro maravillada. Su belleza y determinación, su entrega a la causa. Yo puedo verla porque estoy siendo preparada, porque hago parte de una instancia de la realidad más sutil e invisible desde la que se percibe y se genera todo, desde otro lugar y con otra intención. Por eso también puedo ver y encontrarme con mi maestra querida, aunque esté muerta ya.
Me maravilla su humor, su belleza, su frescura y calidez, la tersura de su piel luminosa y su sedoso pelo rojo. La serenidad con la que se expresa y la sabiduría que transmite en cada gesto, el amor que destila cada una de sus miradas. Sigo sintiendo la dicha recorriéndome y me siento Gratitud en acción. Me doy cuenta que esta sensación se debe a su impronta y aunque no lo verbalize, ella lo intuye: «no soy yo, eres tú, querida. Tú eres ya eso.»
Nos levantamos y caminamos tranquilas entre la gente, cogidas del brazo, comentando y sonriendo. Es una manera humilde y sencilla de recibir sus enseñanzas porque ella es encarnación de todas las cualidades que le atribuyo y de mucho más que aún no veo. Aunque ya ha trascendido la existencia física, sigue viniendo para hacernos partícipes de ese saber, para mostrarnos cómo manifestarlo. Tuvo una vida muy pública justo para poder ser vista por mucha gente, para llegar a tantas personas como fuese posible, para influir en ellas con su dulce presencia. Para ser un ejemplo vivo de alegría y amor.
Encontramos a otra maestra, otra mujer madura de pelo canoso y mirada vivaz. También va vestida de blanco con tejidos vaporosos de una cadencia y suavidad divinas, ajenas a este mundo. Nos abrazamos las tres sin decir nada, sonriendo, apoyando nuestras frentes en una triada perfecta. Mi felicidad sigue expandiéndose hacia dentro y reverbera al exterior y me siento como una fuente luminosa. Ellas me miran amorosas y asienten. Es así como funciona.
Caminamos las tres con los brazos trenzados, yo entre ellas, recibiendo tanto. Dos madres entregadas y orgullosas, dos mujeres sabias y amorosas, dos maestras de vida y de las sombras, dos reinas de este y del otro mundo, infinitas, inmortales, eternas.
Sé que se acerca el momento de despedirnos y apenas hay tristeza en mí. Apuro cada instante, lo atesoro en algún lugar seguro de mi ser. Agradezco. La segunda desaparece entre el murmullo de la gente. La primera me toma en sus brazos y me dice que nos veremos pronto. Deshacemos el abrazo y con un delicado gesto de cabeza me invita a continuar mi camino. Yo sonrío y asiento mirándola a través de sus claros ojos una vez más, y echo a andar.
Me siento plena, viva, nutrida. Me siento amor y Gratitud porque he sido amada, vista y aceptada desde esa fuente infinita de amor incondicional. Es una nutrición enorme, completa, inacabable. Me giro un instante y aún puedo verla allí, mirándome desde su amable sonrisa. Retomo el paso y ya no vuelvo a mirar atrás. Siento sus ojos abarcando mi paso y el paso de todo. Sé que nos abraza y que cada uno tenemos un lugar especial y único en su corazón.
De pronto me doy cuenta de que ando haciendo malabares con varios libros que llevo a cuestas, acarreando bolsas y una mochila. Decido irme a casa y justo antes de salir de la amplia galería veo a la madre de una amiga de juventud parada frente a un ascensor. Tiene la mirada de mis maestras y la parte superior de su ropa es blanca, el resto negra. Me digo que ha debido ya de morir o está en transición. Ella asiente. Nos abrazamos con la mirada. Siento tristeza por mi amiga, sé lo mucho que ama a su madre, cuánto la han cuidado. La mujer asiente comprendiendo y me transmite que esté tranquila, que todo está bien, que siga aprendiendo y estudiando. Se despide y yo continúo el paso. Me llega que se sabe amada, cuidada y acompañada y que eso es todo lo que importa ahora.
Salgo a la calle y a su voraz cadencia. Respiro para tomar conciencia de que vivo entre dos mundos y del equilibrio entre ambos que estoy llamada a integrar. Mi propósito me colma de satisfacción. Sonrío y salgo a la suave bruma de un atardecer húmedo y oscuro. En cuanto llegue a casa voy a llamar a esta amiga. Eso es lo primero que haré.
Vulva esculpida en madera de olivo, de Álvaro Parada.
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