Vengo mirando estos días que echo de menos y anhelo el vínculo de amistad profunda con hombres.

Tengo varias amigas mujeres, muy buenas amigas. Hermanas del alma, compañeras del camino. Personas con las que comparto y me comparto abiertamente, que estamos en contacto directo, a las que busco y que me buscan, encontrándonos para contarnos y abordar lo que nos va sucediendo, para gozar de la vida y disfrutar juntas, para cuidarnos. Son relaciones bidireccionales, recíprocas, construídas y nutridas en comunión.

Es un tesoro contar con ellas, una bendición. Aprendemos juntas, me inspiran, nos apoyamos mutuamente. Por eso quiero que estén en mi vida y ellas que yo esté en las suyas.

Aunque no hablemos a diario ni nos veamos cada semana, mantener estas relaciones de amistad requiere de compromiso, respeto, empatía, presencia por ambas partes. Si no, se debilitan e incluso se marchitan. No es que cuidarlas suponga un trabajo al uso. Es solo que el vínculo para mí, como una planta, como una criatura recién nacida, necesita de atención y cuidados para crecer saludable.

Repaso mi realidad y me doy cuenta de que solo tengo ese tipo de vínculo, o muy parecido, con dos o tres hombres (no cuento a mi marido; no tenemos siempre la apertura y facilidad que deviene más naturalmente, al menos para mí, de las relaciones de amistad; la pareja me remueve otros universos y despierta otras dificultades que dejo para otra ocasión y que, en mi caso al menos, pueden interferir con el tipo de relación al que me refiero ahora), aunque de manera continua diría que sólo con uno.

No hago de menos esa relación con mi amigo porque sea la única. Me siento afortunada de tenerla y valoro lo que ambos hemos ido poniendo de nuestra parte para haber llegado hasta aquí doce años después de conocernos. Algo que, como con las mujeres, ha ido sucediendo sin esfuerzo. La dedicación que hemos puesto jamás nos pesa porque encontramos amparo y calor, acompañamiento y respeto en nuestra relación. Cómo no querer estar ahí, tener algo así en nuestras vidas.

Para mí la amistad con un hombre pone en juego realidades y dificultades diferentes que me gustaría poder abordar. Igual que con las mujeres he podido atender cómo entro en la comparación, en la competición o en la envidia, con los hombres necesito abordar la química sensual y sexual que a veces se me despierta, cómo puedo confundirme con eso, de qué manera despliego mis mecanismos de seducción y para qué, de dónde vienen los celos cuando los siento y qué información me traen. Es como si al relacionarme con un hombre se activase de manera inconsciente y automática un resorte muy primitivo que dice: «atención, hombre al acecho; o quiere aprovecharse de ti, o quiere follarte o te lo quieres follar tú». Como si no hubiese más opciones.

Sexualmente me atraen los hombres (no todos, obviamente) y de entrada veo que eso en mi caso puede empañar el encuentro. Lo que he ido descubriendo en el camino es que esa alarma interna que salta al contacto con un hombre solo lo hace si algo de ese hombre me atrae especialmente. Si no, puedo acercarme a él con mayor o menos recelo, seguridad y confianza dependiendo de la chispa que surge en el encuentro (y esto es igual con las mujeres). A mayor atracción, menor libertad en el acercamiento.

También veo que, aunque no sienta la atracción, siempre hay cierta desconfianza hacia ellos, como si fuesen peligrosos por naturaleza y yo necesito estar bien alerta. Imagino que esto tiene que ver con los siglos de abusos que las mujeres hemos sufrido por parte de los hombres y que yo misma he podido experimentar de formas distintas a lo largo de mi vida, y con los condicionamientos transmitidos generación tras generación, especialmente a través de nuestros linajes femeninos. A saber: «cuidado con los hombres, son todos iguales, no se puede confiar en ellos, solo quieren una cosa, los hombres son peligrosos, tienen la cabeza entre las piernas, no dependas jamás de un hombre…».

Consciente de que todo eso está implícito y ejerciendo su fuerza desde lo profundo, en el encuentro con hombres, sobre todo si recién nos conocemos, estoy bien atenta al principio y enseguida puedo detectar si hay peligro real o por el contrario el hombre se acerca limpio.

En el camino he descubierto que puedo relacionarme con los hombres desde la hermandad, sabiéndonos pares y complementarios. Anhelo conocerlos de verdad y siento que así puedo sanar no solo la parte de mi femineidad que puede estar dañada por sus abusos sino también mi parte masculina, que aunque en lo profundo ya sabe, en un estadío más asequible está perdida y también se siente herida y sin recursos.

Sé que es posible puesto que ya lo he saboreado, y a esta nueva etapa de mi vida le pido poder navegar más en profundidad esas aguas que siento me van a facilitar una comprensión más profunda y completa de mi realidad y de la vida.

Lanzo al Universo mi pedido y desde este estado reflexivo y deseante, me pongo en actitud receptiva, algo que por naturaleza se nos da tan bien a las mujeres, a la espera de las bendiciones y aprendizajes que tenga a bien concederme.


Descubre más desde lamujerinterna.com

Suscríbete y recibe las últimas entradas en tu correo electrónico.