Cuerpo, materia, piel, músculos y huesos. Sangre, latido, vibración, sensaciones físicas.

Cuando me siento bloqueada, voy al cuerpo. Cuando la mente no puede resolver, bajo a mi cuerpo. Cuando me vuelo o me pierdo, vuelvo a este bendito cuerpo mío que es el principio y el final de todo lo que soy.

Conecto con mi cuerpo a través de la danza, del movimiento expandido que la música me ayuda a generar. Ya sea grande o pequeño, complejo o sencillo, se aloje en un dedo del pie, en mi cuello o en las curvas de mi cadera, ese gesto está expresando, liberando y poniendo en acción una energía vital que es la fuente misma de la creación.

Me reencuentro con mi cuerpo a través del tacto y del contacto. Me recreo en la ducha y uso el jabón con las manos recorriéndome entera. Me aplico aceite en la piel mojada y dejo que mis dedos se paseen sin apuro cubriendo toda la superficie. Recurro al masaje y exploro, aplico suavidad, ejerzo fuerza, indago y busco también recibir de otras manos que se mueven desde otra curiosidad y con una sabiduría distinta.

Atiendo a lo que mis sentidos me dictan. Un olor que me repele o que me excita, un sonido martilleante o envolvente, un sabor placentero o uno que me provoca rechazo, eso que contemplo y que me horroriza o me fascina, lo que toco o me toca y que me eriza o me congela. Todo me está facilitando información veraz y valiosa sobre mí misma y lo que me acontece.

Recurro a la Medicina ancestral, a las plantas sagradas, a ese espacio de presencia sin apenas mente que ellas facilitan. Tienen la virtud de poner mi lógica a hibernar para destapar los umbrales de acceso a mis entrañas, ésas que cobijan a mi ser más esencial y que dan acceso al gran misterio de la existencia.

Respiro. Solo eso. Me siento y respiro. Me paro y respiro. Cierro los ojos y respiro. Respiro tumbada, desde la quietud y en el movimiento. Respiro profundo, conectada, y permito que la respiración se relaje y me relaje, aflojando tensiones y deshaciendo nudos, permitiendo el llanto y los sonidos.

Voy a la naturaleza y me mezclo con ella. Me sumerjo en el mar y dejo que su frescor salado me renueve. Camino por el monte entre árboles y arbustos. Me envuelvo en brisa y dejo que el viento me desordene y me cure. Abrazo a mi gato y siento el ronroneo vibratorio en su garganta y el instinto de sus garras y colmillos en la vulnerabilidad de mi piel. Aquí no hay palabras ni explicaciones. Aquí solo está el dejarme sentir en comunión con lo que me rodea.

Atiendo a las prendas que me pongo, a esa ropa que puede ser prisión u oasis. Me deshago cada vez más de la ropa interior y permito que esas partes mías amordazadas respiren conmigo, sintiéndolas libres. Elijo formas y tejidos que me acompañan y reflejan el momento en el que me encuentro. Valoro su belleza, armonía, comodidad y suavidad. Y deshecho las que ya no encajan con esto en lo que ando.

Permanezco en la enfermedad cuando llega, en ese síntoma que me incomoda. Me quedo en el malestar y lo observo sin procurar taparlo ni deshacerme de él. Me dejo caer y lo atiendo, me duelo, cuido de mí, me tengo paciencia y le muestro así mi humildad y fragilidad. Que yo no puedo siempre. Que yo no puedo todo. Que estoy cansada, dolorida, herida. Que soy solo una mujer de carne y hueso que atraviesa la vida.

Carne y hueso. Cuerpo. Es muy sencillo. No es preciso perderme en ningún otro lugar porque aquí es donde yacen todas mis preguntas, todas mis respuestas. Todo lo que soy y el potencial de lo que puedo llegar a ser se encuentra cuidadosamente archivado en esta estructura mía que es a la vez cárcel y paraíso.

Cuerpo. Mucho cuerpo. Más cuerpo aún. Cuerpo es lo que más necesito ahora.

(Imagen de Álvaro Parada en sesión de Ecstatic Dance Málaga).


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