Este año he pasado tu cumpleaños y el aniversario de tu muerte fuera de casa, lejos de mi gente, con otras personas, desconocidas casi todas. Nadie apenas sabía de ti, tampoco sabían que habrías cumplido años en esos días ni que una semana después de cumplirlos dejaste esta existencia para siempre, al menos en la forma con la que nos conocimos.
Aun estando fuera y ocupada, te he tenido presente, de un modo sereno, sutil, más que otros años desde casa. Y sucede algo curioso cada año desde que te fuiste en torno al día del aniversario de tu muerte. Sucede que alguien cercano, conocido o cercano a alguien conocido fallece también, recibe la noticia de un diagnóstico irreversible y mortal o empeora drásticamente en un proceso de muerte. Este año no ha sido diferente.
Así que cada año, desde hace ahora 16, cuando llegan esas fechas, pasada ya la mitad del verano, en medio del sopor, las vacaciones, las celebraciones y festividades, el descanso y el disfrute, la desconexión… En mitad de todo eso, la Vida viene y me dice: «mira, querida, aquí está nuestra buena amiga, la Muerte».
Todavía la miro desolada, especialmente cuando llega a un cuerpo joven o a alguien muy querido por mí. Y también veo ahora, pasados estos 16 años, que algo mío se va calmando gracias a este continuo contactar con ella, verla de cerca, mirarla a la cara y aceptar su grandiosa presencia.
Todavía te extraño. Ya hace mucho que no te siento y, aunque me asustaba, a veces me gustaría volver a tener la sensación de que andas por aquí.
En estos días de aniversario, te pienso a menudo, te recuerdo. Recuerdo que también compartimos estas fechas de verano cuando nos conocimos, recuerdo lo que hacíamos juntos, nuestros planes, los sonidos y senderos de aquella isla, las ganas de explorar, sin cansancio.
Recuerdo mi juventud y me conmueve la inocencia, las ganas de vida, el hambre, el deseo, la valentía, la frescura, el descaro de aquellos tiempos, como si vivir fuese todavía un juego y yo entregada al inmenso tablero de posibilidades, con el miedo justo y la máxima ilusión.
Habría sido imposible no vernos, no mirarnos, no enredarnos como lo hicimos. Era inevitable porque tú tenías las mismas ganas que yo de beberte la vida, de gozarla entera. Dos personas en ese estado y en el mismo espacio a la vez. Tantos lugares en el mundo, tantos tiempos y sin embargo coincidimos. Para amarnos y ponernos a prueba, para crecer juntos y para desapegarnos.
Nadie antes, ningún hombre con el que yo había estado, me había dejado. Tú fuiste el primero. Y lo hiciste a lo grande, por todo lo alto. No puede uno abandonar a nadie de una forma más obvia que muriéndose, de pronto además, sin previo aviso, en mitad del verano, con un plan a medias y un montón de sueños por abordar.
Lo que no sabía entonces y que ahora sí veo es la luz que tu muerte me trajo, la sensación de despertar de un sueño, el desmorone completo y la reconstrucción. Tampoco sabía que se podía tener a alguien tan anudado al alma estando muerto y sentirme a la vez tan libre y con tanta fuerza. Para ti, hiciste lo que te tocaba. Para mí, hiciste magia.
Durante los primeros años tras tu muerte tenía un sueño recurrente: volvías del otro lado, vivo, pleno, querías recuperarme y quedarte en casa cuando yo ya tenía otra vida con otra persona a la que también amaba y no podía, no sabía cómo elegir. Una pesadilla que acabó disolviéndose. Ahora sé que hay espacio en mi corazón para mucho amor. Que puedo amarte a ti por siempre y amarlo a él. Que no tengo que elegir. Solo amar. Y agradecer.
Agradecerte tu mirada, tu impulso. Agradecer tu valentía y tu risa. Agradecerte la pasión y la paciencia. Gracias por tu confianza en mí, en nosotros. Gracias por cuidarme más allá de tu muerte física. Gracias por seguir estando en mi vida. Gracias por empujarme, con tu muerte, a una vida más verdadera.
Descubre más desde lamujerinterna.com
Suscríbete y recibe las últimas entradas en tu correo electrónico.