Tengo 47 años. Ya he atravesado con creces la primera mitad de mi vida. Con suerte me quedan otros 40 años por delante. 40 años de maduración y envejecimiento, de sabiduría y arrugas. 40 años de pérdida de frescura y de menor rigidez.
¿Qué he hecho con estos 47 años vividos? Me da la impresión de no haberlos aprovechado del todo, de haberlos atravesado sin enterarme casi. Me he empeñado, he peleado, quise a veces colocarme en un lugar de comprensión y apertura en el que no estaba.
Es imposible forzar la maquinaria. No importa el empeño, cuánto esfuerzo y dedicación le ponga. No sirve para nada. Se es o no se es. Se está o no se está. La vida manda y tiene sus planes, a cual más perfecto y lógico. Es muy sencillo. No es preciso poner tanto empeño ni esforzarme tanto. No hace falta.
47 años y estoy muy cansada. Duermo mucho, todo lo que puedo, de noche y de día. Hago menos que nunca y continúo agotada, anhelando más espacio de descanso. Más reposo. Más silencio. Mayor calma y tranquilidad. Más tiempo… Tiempo mío y para mí. Sola. Sin nada que hacer ni nadie a quien atender. Solo yo.
Tiempo es lo que no me sobra. Ni juventud. 40 años máximo es lo que tengo, y esta flacidez serena, preguntas, necesidad de estar conmigo y de vez en cuando en el círculo. Anhelo de conexión. Capacidad de seguir nutriendo vínculos. A eso quiero dedicarme el tiempo que me quede.
No quiero que esta segunda mitad de mi vida se convierta en un intento de reproducir la primera. No quiero quedarme anclada en lo que fue, en lo que pudo haber sido, en ayer, apegada a otra edad, otras formas. Yo ya no soy aquella, aunque siga latiendo en mí y la lleve dentro por siempre, honrándola y respetándola, teniéndola en cuenta y cuidándola. Y mostrándole también está nueva mujer que yo soy, adulta, madura, aprendiz y conocedora, honesta, valiente, que nada tiene que demostrarle a nadie. Decirle que yo me hago cargo a partir de ahora, que confíe en mí, que se deje caer. Que ahora nos tocar ser y no hay ya tanto que hacer.
Quiero que esta nueva mujer que apenas renace de entre mi piel rugosa y mis canas se ponga al mando el tiempo que me queda, que caminemos a su manera. Quiero poder escucharla y seguirla y que se convierta en mi guía, mi mejor amiga, mi compañera de camino, mi apoyo incondicional. Quiero pasar con ella los 40 años que tengo por delante, aprendiendo a caminarla, a danzarla, a vestirme y moverme con su libertad y prestancia, a mirar desde su profundidad y grandeza, a sostenerme aún en el miedo y la rabia, a abrazarlo todo, a desperdiciar nada.
Cuando tenía 20 años o 30 no pensaba jamás en que un día llegaría a los 50. Ahora que me voy acercando a esa cifra celebro cada día que estoy viva, llueva o haga sol, me sienta fuerte o dolorida. Celebro la Vida y celebro mi vida, sabiendo que un día voy a dejar de existir en este cuerpo, con esta forma. Que moriré, igual que ahora muere mi juventud y que floreceré después, tal y como ahora renace en mí esta fascinante y desconocida mujer en la que me estoy convirtiendo.
Me toca atenderla para reconocerla. Quiero saberlo todo sobre ella, respirarla y que me habite entera. Alimentarla y que me nutra. Sentirla y que me atraviese su pensamiento. Abrirme a ella con cada movimiento y en la quietud. Dejar que se convierta en mi dueña y señora y que despliegue cada aroma, cada idea, cada caricia. A placer. Sin límites. Sin condiciones. Libre.
Esta mujer de la segunda mitad de mi vida me trae libertad, sí, y aunque sienta cierto temor ante esto tan poderoso que trae, estoy dispuesta a asumirlo. Con alegría y Gratitud. Con miedo y dificultad también a veces. Pero no voy a esconderme. No voy a evitarla.
Aquí me va a encontrar, esperándola. A su casa viene y tiene las puertas abiertas de par en par.
(Imagen de Álvaro Parada en El Jardín de Francisco Villalobos).
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