Dijiste que estabas buscando tu voz, tu modo de decir, tu vibración y estilo. Que anhelabas encontrar tu vía para descubrirte, para ser más tú y no siempre la otra. Que necesitabas dar con ella para por fin darte el permiso y abrir las compuertas de par en par.

Dijiste que estabas dispuesta y disponible, abierta, entregada, con ganas y confiada. Dijiste que tu momento es ahora y que ahora es el momento. Que tu compromiso era éste por encima de cualquier otro y que no hay nada más valioso ni importante a lo que puedas dedicarte.

Dijiste que tocar fondo iba a ser el camino, que sería necesario, imprescindible, y que no ibas a escabullirte esta vez. Que aun con miedo, ahí estarías. Que tu miedo es un instrumento, un vehículo de paso. Que puedes ir con él de la mano porque es el maestro que te abre las puertas.

Hablaste de la garganta, del corazón y del vientre. De la energía amordazada que pujaba por salir de esos centros. De una criatura que intuías a la espera de darse a luz a sí misma, aunque antes debía destronar a la advenediza que se hizo con el lugar que no le correspondía.

Hablaste de darle muerte a una parte de ti para que pudiese emerger otra renovada. Y sabes muy bien que matar y morir son procesos que con llevan un esfuerzo, una dedicación, un estado de presencia, dolor, temor, dudas, pánico, amor insondable.

Nombraste todo eso sin saber del todo que sabías, que al decirlo sin pensarlo casi las palabras brotaban de tu fuente interna, de las aguas subterráneas que nutren las raíces de tus pies, que una fuerza mayor se expresaba por tu boca.

Y vaya si te rompiste. Se rasgó tu garganta, retorcida de dolor y en carne viva, poniendo un claro límite a toda entrada y salida, a la espera del desplome y de la apertura que seguiría. Se vino abajo tu cuerpo entero, híper sensible, tomado por olas de calor, debilitado y frágil, para abrirse en canal aquella noche tras el suave toque de una pluma mágica que desató el renacimiento.

La apertura del cuello al bajo vientre, todo el torso, todo el pecho desgranándose y dejando salir a una criatura de un negro azulado brillante y viscoso, para cerrarse después con sigilo mientras te retorcías con suavidad y placer en el suelo, facilitando el parto con tus movimientos.

Después ya no hubo calor ni frío. No había tiempo. Solo espacio, cuerpos, plumas, melodías, suavidad, infinitud, calma. Solo había música, calidez y otros seres hermanos buscando contacto, mirada, acompañamiento. Solo había vida latiendo, vibrante, pura, cargada de emoción y de sonrisas.

Hay que atravesar el infierno, el miedo, el dolor, la tristeza para llegar al paraíso. Es preciso hacerlo porque el único camino es siempre a través. No hay muerte sin vida ni final sin un nuevo comienzo. No hay plenitud si no te atreves, si vas solo a medias, si no te pones en juego.

Morirse una y mil veces un poco para seguir viva. Entrenarse para esa gran ocasión en la que te irás del todo para no volver más. Sea cuando sea que llegue. En esta existencia o en otra. Cada día, cada momento, es una nueva oportunidad para vivir y para dejar de existir. No hay nada más.


Descubre más desde lamujerinterna.com

Suscríbete y recibe las últimas entradas en tu correo electrónico.