Ser dueña de mi tiempo cualquier día y salir una mañana cualquiera entre semana sin planearlo, porque siento el llamado. Caminar sola un rato por el monte sin demasiadas expectativas. Tal vez la de encontrar en algún momento un lugar a la sombra donde descansar y volver a casa cuando mi cuerpo me lo pida. Sin reloj. Sin prisa. Sin ruta predeterminada. Dejándome sentir a cada paso por dónde y cómo.
Admirar las generosas copas de los árboles desplegando su grandeza. Escuchar los sonidos de las aves y su aleteo en vuelo rasante. Inhalar profundo y percibir los olores ocres de la tierra. Pisar firme sobre un manto de agujas de pino, de hojas secas, y sentirlas crujir suaves bajo las respetuosas suelas de mis pies. Saborear el agua que llevo a cuestas para refrescarme y darme cuenta de que no necesito nada más. Sentarme a la sombra de un alcornoque y sonreír por dentro, agradecida, maravillada, conmovida por tanta y tan natural belleza.
La Tierra me llama y acepto su invitación a tumbarme en ella, entregarme de lleno al descanso. La siento cálida y mullida, me abraza, me acoge entera, se enreda cariñosa en mi pelo y me lo revuelve un poco, juguetona; canturrea una melodía en mi oído y yo la sigo divertida. La acaricio y ella se deja. Me siento feliz. Nada me falta. Miro las ramas del gran árbol que nos cobija, un prodigio de enredaderas, cruces y nudos alzándose hacia el infinito y allí, justo detrás, el Cielo insondable. Azul celeste puro, sin nubes, sin manchas. Manto de azul. Conteniendo, dando límites, ofreciendo espacio. Todo el espacio del mundo. Todo el aire. Generando sitio para todo, nada sobra. El viento se alza y caen pequeñas hojas sobre mi rostro. Cierro los ojos y lo escucho silbar un canto al sol que reconozco, aunque no recuerde toda la letra.
Perder la noción del tiempo. Dormitar tal vez o solo cantar bajito. Sentir que es buen momento para seguir la marcha. Agradecer los regalos recibidos, grabar en mi memoria este escenario y el camino. Continuar caminando de vuelta a casa. La casa de ladrillo y con ventanas, porque aquí dejo otra, también mía, la de tierra y cielo, la de aire y agua. El hogar insondable e infinito que ofrece la Naturaleza.
Agradecer. Agradecer y emocionarme. La belleza y abundancia de esta tierra. La inmensa generosidad de este cielo. La grandeza inabarcable de la Vida en acción desplegándose ante mí en cada inhalación, exhalación, latido, parpadeo, paso. La quietud serena, la alterada entrega, la lucha interna y afuera, la rendición. Agradecer la alegría cuando llega y mi capacidad de disfrute, de ver destellos y atesorarlos, y también poder abrazar la oscuridad y dejarme sentirla en paz y con dificultad, revolviéndome o aceptándola, como voy pudiendo.
Reconocer humildemente que esto en lo que ando es un trabajo en sí mismo, que desde mi ser y capacidad preciso de tiempo y espacio para dedicarle, que aquí y ahora desconozco otra manera de hacerlo y que así es como quiero y puedo hacerlo aquí y ahora. Aceptar mi sincero compromiso con este trabajo y estar en ello en mí día y de noche, despierta y cuando ensueño, en mi soledad y en compañía, atenta y concentrada, alerta ante las señales, atendiendo lo intuitivo, aterrizando mi ser consciente en mi interacción cotidiana. Conmigo, con el mundo. Afuera y dentro.
Aprender a estar y a ser presencia. Sin mayor boato. Con naturalidad. Sin darme importancia ni anunciarlo en ningún foro. Compartirlo aquí, sí, porque me ayuda a aclararme, porque escribir es ruta, camino, y medicina para mí, sin expectativas, como en el camino en el monte…
Esta plenitud que me alimenta tiene sentido. La criatura que soy tiene sentido. El camino que voy improvisando tiene sentido. Y mi sentido individual encaja el el sentido universal que todo lo contiene.
Porque todo en esta existencia responde a un Sentido, y nada, en su impenetrable orden, resulta aleatorio.
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