Ya está bien de hacer lo que no me apetece en realidad, de obligarme cuando no quiero. Ya es suficiente.

Basta de negarme mi deseo, de reprimirlo. No más dejarme arrastrar por lo que otros esperan de mí o lo que yo creo que esperan. No más preocuparme de qué van a pensar o sentir, si los voy a decepcionar, si me van a seguir queriendo o me van a sacar de sus vidas, si me van a castigar con su indiferencia o con su silencio y si voy a tener que esforzarme después en recuperar el lugar del que me destronaron por mi egoísmo o torpeza.

Suficiente de toda esa mierda. Es tan cansado… Siempre alerta, leyendo al otro, intuyendo, recordando aquello que dijo, atando cabos para intervenir con la respuesta ideal, el movimiento perfecto, la actuación estelar en cada caso. Dejando a un lado lo que en verdad quiero, deseo o necesito yo. Yo. Ni tú, ni el otro. Sea quien sea. Ahora se trata de mí, de ponerme yo primero, de cambiar el papel y probar con uno de menos brillo, sí, sosteniendo la incomodidad que supone brillar menos, pasar desapercibida, perder importancia, volverme incluso invisible.

* * *

Cuatro personas adultas almorzando en un embarcadero encantador en la ribera de un río, imbuídas en una conversación trivial y entretenida a ratos de la que de pronto me desconecto porque me aburro. Me aburre la cháchara que ya dura un rato, sí. Es la verdad. Y aburrida como estoy me engancho al cañaveral que bordea el río y a su dulce movimiento al compás de la brisa; a la música caribeña que se deja escuchar respetuosa; a los fibrosos brazos de ébano que preparan el pescado con entusiasmo en la barbacoa; al olor de la madera ardiendo, de las plantas de hierbabuena, a las risas de las personas que departen animadas en las mesas contiguas.

Me quedo dulcemente enganchada a toda esa belleza y sé que mis compañeros de mesa siguen ahí, a mi lado, en su asunto. Sonrío. No los juzgo ni me juzgo a mí. Me permito seguir desconectada de lo suyo para continuar yo en lo mío.

Y entonces escucho niños saltar al agua. Quiero verlos. Me levanto de mi silla. Los sonidos llegan desde detrás del restaurante. No consigo verlos desde mi sitio. Aviso a mis acompañantes que voy a echar un vistazo. Cruzo la zona de mesas y allí están chapoteando y jugando mientras sus padres les hacen fotos. Sonrío. Estoy asistiendo a un instante de felicidad plena, de plena presencia. Me siento afortunada y agradecida.

Vuelvo a mi sitio. Reconecto con mis compañeros. Al rato, antes de irnos, dicen de ir a ver la zona de baño. «Sí, es genial», comento. «¿Ya la viste?» me preguntan. «Sí, estuve antes, ¿recordáis? Cuando terminamos de comer, os avisé y fui a ver a los niños bañarse».

Pues no. Ninguno de los tres se acordaba, ninguno me vio levantarme, ninguno me echó en falta los 5 minutos que duró mi ausencia. Durante ese lapso de tiempo, al menos para ellos, fui de hecho invisible.

* * *

Me dolió. Fue un pinchazo. Limpio. Entró y salió. Tocó profundo y se disipó rápido. Rasgó la superficie brillante de mi brillante personaje. ¡Auch! Tocado. Pica un poco, sí. Incomoda. Pero es llevadero. Lo puedo asumir. De hecho me siento más ligera. Está bien porque no pasa nada. No me muero ni me han defenestrado. He hecho lo que he querido, lo he gozado, me he dejado llevar por mi impulso y he desaparecido. Unos instantes. Un momento de libertad. No me echaron de menos, debo ser menos importante de lo que me creo. No pasa nada por no ser importante. Soy suficiente y eso es perfecto.

Tengo varias oportunidades cada día para seguir contactando con esa cualidad de ser normal, invisible incluso; practicando el arte de decir no gracias, no puedo, no me apetece en realidad, necesito esto otro ahora, gracias.

Sé que es un trabajo para toda esta vida y me comprometo a abordarlo, a abrazarlo, a pesar de la incomodidad que me genera.

Me visualizo viejita, con mi cabello plateado, sintiendo que he logrado desprenderme de ese mecanismo. Y si no fuese así, bien estará también. Será suficiente.

Seré suficiente.


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