Silencio. Dame silencio. ¡Qué bien tan preciado!

Lo necesito. Lo busco. Lo genero. Lo atesoro. Deseo que me acompañe, tenerlo cerca a diario. Que forme parte de mí. Que permanezca.

¿A quién se lo reclamo?

Silencio ahí afuera, a mi alrededor. Sin ruidos disonantes, sin gritos, sin estridencias. Sólo calma callada y los sonidos de la vida: el viento que se pasea libre, la lluvia golpeando los cristales, los pájaros al amanecer y cuando llega la noche, los grillos, las chicharras, voces humanas cercanas que me acompañan, música, algún vehículo de vez en cuando y calma de nuevo.

Pero sobre todo anhelo el silencio interno. Que se haga silencio en mi cabeza loca, que calle de una vez, por favor, que descanse y me dé un respiro. Que deje de adelantarse, de rebobinar hacia atrás y se pare en seco. Que se ponga freno y se retire. Es un ruido infernal el que genera, martilleante, un chirrido continuo, cansino, insistente. ¡Ya está bien!

El silencio externo no funciona a mi demanda. Puedo influir en parte pero depende en verdad de la vida. Es en el silencio interno donde puedo llegar a hacer algo.

Calmar mi parte demandante, la que exige, la que anhela controlarlo todo, la que se anticipa y no escucha, la que opina de todo y de todo cree saber. La que sufre y hace sufrir. Decirle que es más que suficiente, que suelte para dejar espacio, que se tome un rato libre, un día, un año. Que baje la guardia y se relaje para poder sentir cómo es eso que le estoy pidiendo de rodillas.

Silencio.

Paz.

Serenidad.

Sosiego.

Calma.

Liviandad.

Ligereza.

Espacio.

Equilibrio.

Infinitud.

Tiempo…

Silencio, por favor. Silencio en mi cabeza. Es todo lo que me pido.


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