La vida es hermosa y dura al mismo tiempo. A veces se desliza con suavidad y otras se precipita sin atisbo alguno de piedad. A menudo crea y construye y también puede resultar demoledora y destructiva. La vida es fluir y estancarse, placer y dolor, alegría y tristeza. La vida es amanecer luminoso y cielos plomizos. Nos trae dificultad y soluciones, angustia y serenidad, lucha y paz.

Siendo todo eso natural e intrínseco a la vida misma, hay personas con vidas más tortuosas que otras. Personas que atraviesan mayor sufrimiento y tribulaciones, con destinos más aciagos y caminos más intrincados que el resto. Personas que se ven tocadas y envueltas por la soledad, el vacío, el miedo, la enfermedad, el dolor físico, psíquico y/o emocional, la desesperanza y el desamor.

Algunas de estas personas, si no todas en algún momento de su trayectoria, seguro que pelean por alcanzar mayor bienestar, por conquistar la serenidad y la calma. Otras, agotadas ya, desconfiadas o sin fuerzas, sienten que ya fue suficiente, que se acabó. Llegaron hasta ahí y se apean de este mundo. Hasta nuevo aviso. Hasta nunca. O hasta siempre.

Sin haber tenido una vida dura, aunque sí atravesado circunstancias difíciles y dolorosas, me cuesta desconfiar de la vida, renegar de ella, destrozármela o abandonarla. Quiero vivirla con la plenitud de la sea capaz en cada momento, disfrutarla y padecerla, según me toque. Abrazarla entera como viene. Y aunque nunca he sentido que es una villana indeseable, puedo entender a quienes se les hace muy pesado el camino y deciden, de manera más o menos consciente, abandonarla y abandonar.

Están en su derecho puesto que es su vida. Tienen derecho a hacer de ella lo que deseen, incluso si eso supone maltratarse o tirar la toalla, dejar un reguero de amargura tras su marcha entre quienes las aman, claudicar. No sé cómo se siente tener esas vidas, arrastrar esa carga día tras día, dejarse empapar por ese desasosiego constante, sobrevivir o malvivir.

Con pleno respeto, compasión y aceptación por sus destinos y elecciones, me invade una tristeza profunda al conocer esas historias de desilusión y sufrimiento, de decepción, desencanto y cansancio extremo. Qué tristeza saber que un alma acarree tan pesada carga tanto tiempo… Qué pesadumbre comprender que no hay luz ni color ni caricia que pueda devolverlas a la confianza y al latido… No hallan consuelo, no creen que ya exista, no pueden continuar. No le ven el lado amable o no les resulta tan valioso como para permanecer. Y se sueltan de la vida…

Podemos amarlas, acompañarlas, querer ayudarlas. Podemos empeñarnos al máximo por mostrarles salidas, soluciones, otras vías. Podemos dejarnos parte de nuestra vida en esa tarea y sin embargo, es imposible salvarle la vida a nadie si esa persona no quiere vivir ya. Es ella la que debe querer, la que tiene que decir sí y pedir ayuda. Es a ella a la que le toca atravesar su infierno. Sola. Con apoyo y acompañamiento, sí, pero sola.

No puedo salvarle la vida a nadie, menos aún si ese alguien no desea vivir. Si acaso, puedo salvarme a mí y ponerme al servicio en la medida de mis posibilidades. Ahí termina mi ámbito de actuación. No alcanzo a más. Respetar el destino del otro sin juicio y con amor como si fuese el mío propio. Eso sí lo puedo hacer. Soltar su vida, que no me pertenece, y agarrar la mía fuerte, agradeciéndola y haciéndole ver que estoy con ella hasta el final, sea el que sea, venga cuando venga. Y si me trae un tramo árido y me siento vencida, a lo mejor soy yo entonces la que decido soltarme. Qué sé yo… Todo es posible en esta vida. O en otra.


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