Hay una mujer descalza subida a un frondoso árbol. Tiene el pelo largo, oscuro, despeinado y lleva un vestido blanco que le llega hasta los pies.

De día, de noche, encaramada a la copa, recorriendo ramas, descubriendo espacios donde acomodarse un instante, un rato o una eternidad.

Mira al cielo, escucha a los pájaros, se deja empapar por el viento, descansa, respira. A ratos llora. Otros sonríe. Suele cantar en voz alta y luego conquista de nuevo el silencio.

Se deja acunar por las ramas, acariciar por las hojas, mecer por el aire. Los frutos del árbol la nutren, el agua de lluvia la hidrata. Y se va convirtiendo en mujer-árbol. Le crecen raíces doradas que la conectan a la profundidad de la tierra y los pájaros anidan en su pelo, en su pecho y en su vientre.

La luna le susurra historias, los buhos le enseñan cómo ser parte. Nada está bajo control y todo se despliega en el continuo flujo de la vida-muerte-vida. Cuenta con todo lo que precisa y por eso es feliz.

El bosque es su casa. La tierra y el cielo, su hogar. Árboles y animales, sus hermanos. No extraña a nada ni a nadie. Se siente plena y acompañada, protegida y fuerte. No está por encima ni por debajo de nada de lo que la rodea. Es sencillamente una más. No tiene miedo y su único anhelo es seguir viviendo así, serena y en comunión.

Si la ves algún día, no te asustes. Quédate un rato. Puede que te invite a trepar y que te dedique un canto. Puede que te quedes dormida de puro gozo y que te cubra de hojas para que descanses. Puede que no vuelvas a tu vida de antes o que regreses a ella y olvides que un día fuiste parte de algo mucho mayor.

Pero recuerda siempre que más allá del asfalto, el cemento, la electricidad y los neumáticos hay mujeres y hombres de aire, de tierra, de agua y de fuego poblando los espacios, que su existencia es valosiosa y necesaria y que tú eres en esencia lo mismo que ellos.


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