Un marco dorado grueso recorrido por volutas y pétalos de flores que se entrelazan y abrazan las afiladas aristas; un espejo en el centro de una habitación enorme y vacía, en penumbra.

Me coloco de pie frente a él, alzo la mirada para encontrarme y no veo nada al otro lado. No hay reflejo. No hay sombra. No hay luz ni silueta. Hay nada.

No soy nada. Soy nada. Soy la nada misma.

Allí de pie frente al robusto espejo me miro los pies, las manos, toco mi vientre, mi rostro, huelo mi pelo y percibo que existo. Pero al elevar de nuevo la mirada vuelvo a encontrar nada al otro lado.

Por un momento me asusto. Al siguiente me desespero. Mi mente no comprende y busca sin suerte explicaciones. Le digo que pare. Me dejo en paz. Y solo entonces, una voz profunda me habla desde todas las direcciones:

«No ves nada porque todo eso que crees ser es puro ornamento, irreal, falso. Tú estás por debajo y por detrás de toda esa indumentaria. Para verte tienes que despojarte de ella, abandonar todo lo accesorio. Solo así darás contigo».

Sigo buscándome. Procurando deshacerme de lo que no soy yo. A menudo me resulta complejo discernir qué es yo y qué me es ajeno; tanto me he identificado con las formas…

Mientras lo voy dilucidando, le he tapado la cara al espejo. Ya no lo preciso para mirarme ni tampoco para verme.

Mejor con los ojos cerrados.


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