Ven a volcarlo todo aquí.

Soy tu vertedero. Tu sótano. Tu desván y tu trastero. Soy el cajón desastre donde todo cabe. Tu contenedor de basura. No tengo fondo. No me asusto de nada y nada me incomoda.

¿No ves que si no lo haces se te pudren las carnes, se intoxica tu sangre, te envenenas por dentro, se te nubla el entendimiento? ¿No ves que si no te ciegas, te cierras y haces y dices cosas que hieren y matan, que sentencian y decapitan?

Ven aquí y vomita, expulsa, suelta. Déjalo todo por el suelo. No te apures por el caos. No limpies. No recojas. Que no te frene el desorden, la suciedad, el hedor. Yo puedo contenerlo todo. Déjamelo a mí.

Ven, entra. Cada vez que vayas medio loca, agotada, sola. No te meses los cabellos. No te desgañites. No te hagas daño. Ven a mí y grítalo todo. Sácalo de ti. Que no quede nada enmarañado en las entretelas de tu alma rota, de tu corazón herido, de tu agrietada garganta.

Hazte paso como estés. Inspirada o espesa. Acertada o errada. Luminosa o tenebrosa. No importa. Luego, si te es preciso, puedes volver y arrepentirte. Puedes limpiar, tirar, borrar, editar, archivar, pedir disculpas, perdonarte. Perdonar. Puedes hacer lo que quieras. Lo que necesites. Date permiso.

Y hazlo sin juzgarte. Despliega esa comprensión que te sobra para otros. Regálate algo de la compasión que demuestras. Que sea adentro igual que afuera y aquí abajo tal como es allá arriba. Ofrécete todas las oportunidades que te hagan falta. Todas. No escatimes. Sé generosa contigo o no podrás serlo de verdad con nadie.

Ven. Entra. Sólo tú tienes la llave.

Cuando termines, cierra los ojos un instante, respira, sal por la puerta y sigue con tu vida, con lo que sea que te traiga. Tú puedes.

Y aquello que te supere, ya sabes: tráelo aquí, déjalo conmigo. Estoy siempre aquí.

Para ti.

Contigo.

Siempre.


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