Hay días que paso delante de un espejo casi como un espectro y no me reconozco a mí misma.

Me miro, me veo, me resultan familiares las facciones, las pecas, las arrugas, el color de los ojos, las canas… Y sin embargo se me antoja extraña esa imagen que veo en el reflejo.

La primera vez que me pasó pensé que me volvía loca. Fui asustada a mirar las fotos que tengo enmarcadas en casa. Me busqué en ellas, me miré con atención y me reconocí aún menos que en el espejo. Esa mujer joven que aparecía sonriente de ninguna manera era yo.

Me sigue sucediendo a veces, aunque hoy me parece que estoy más cuerda que nunca y que no reconocerme, a menudo, es la única manera de volver a encontrarme.

Hace tal vez parte de un movimiento interno e inconsciente, un desidentificarme del personaje, del disfraz, de los ropajes. De atender con extrañeza a lo familiar para poder abrir así una puerta a lo que aún permanece oculto, y que al intuirlo, resulta que también huele a hogar.

Los espejos pueden resultar engañosos. La mirada también. El olfato en cambio no engaña. Ni el tacto. Y el oído puede resultar bien certero. Cerrar los ojos, palpar la diferencia, husmear el ambiente, afinar la escucha, dejar que el cuerpo marque el movimiento y el recorrido.

Esperar.

Y abrirme a lo que se despliega.


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