Anoche estuve en tu casa. Quería verte. Y sé que tú querías verme a mí, aunque no me lo habías dicho. Entre nosotros sucede así. Nos vemos sin mirarnos. Nos hablamos sin vernos. Nos comunicamos sin hablar. Nos vamos encontrando sin empeñarnos. Simplemente, sucede.
Me puse la ropa más cómoda que tengo, la ropa de andar por casa. Qué me importa a mí ya que alguien me vea en pijama por la calle. Qué importancia tiene eso si lo que yo necesito es sentirme suelta, fluida, libre en mi cuerpo para poder moverme y modularme sin estrecheces ni presiones.
Cómoda, libre, despeinada, serena, con el pecho abierto y el corazón pleno de amor. Allá que fui.
No esperaba encontrarte solo, sin tu familia, sin tus animales, los muebles amontonados, las camas deshechas, como si la Vida entera estuviese revuelta, de mudanza o de limpieza general. Tu vida, la vuestra, la mía, la nuestra… La Vida, toda revuelta, medio caótica, en proceso de reorganización.
¿Para qué tantos muebles, tanta ropa? No lo sé. Tú tampoco. Nos reímos. Qué absurdo puede resultar todo, incluso lo más familiar, eso que llevamos siglos manteniendo. Qué absurdo y falto de sentido se puede volver algo de pronto…
-¿Te ayudo?
Me dijiste que sí. Me remangué decidida para apartar sillas y mesas pero lo que tú me pediste fue un abrazo, y luego un beso, y oler mi pelo, y sentir mi piel.
Yo te lo ofrecí todo, conmovida, por la profundidad de tu mirada, la calidez de tu tacto, tu inmensa ternura, la sensibilidad que desprendes con cada átomo de tu precioso Ser.
Ya veía todo eso en ti antes, desde siempre, en cada batalla y entre tanta fuerza se hilaba esa cualidad humana tuya tan bella y delicada, medio invisible entre los resquicios de esa severa armadura, y sentirla en mí tan íntima fue como recibir una sutil ola templada y vibrante arropándome, meciéndome, atravesándome.
Puro goce. Puro placer. Plena presencia. Entrega. Una bendición. Un regalo.
Y un peligro…
¿Cómo puede una bendición así encerrar algún peligro?
Pero yo sentí que estábamos en peligro. Que vinculándonos así atentamos contra otras sagradas instancias que también amamos. Cuidarlas y honrarlas es prioridad para ambos. Y a la vez siento tristeza por no poder entregarnos por completo a esto que ahora se nos revela.
Mejor dejarlo tal cual está, sí, sabiéndonos enlazados, queriéndonos con el alma, respetando lo que hoy es más preciado para nosotros. Ya nos seguiremos encontrando. Ya vendrán otras vidas, otras batallas y descansos. Otros momentos para abrazarnos y mirarnos a los ojos en otros cuerpos y en nuevos espacios. Tal vez hermanos, tal vez amigos, puede que amantes.
Nos despedimos. Salí de tu casa y me eché a andar, serena y triste.
Anduve mucho. Anduve siglos. Mudé la ropa, la edad, me creció el pelo y llegué a un parque enorme cubierto de césped. Ascendía descalza por una loma y de repente, allí en medio estabas tú, de nuevo. Nos reconocimos, reímos. Me señalaste mis pantalones rotos. Yo te dije que eran muy cómodos.
-¿Qué haces aquí?
-Esperarte. ¿Y tú?
-Iba a subir la loma para ver qué hay detrás. ¿Vienes?
Y me cogiste de la mano.
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