“En la literatura sólo existen dos temas universales. Dos y sólo dos: el amor y la muerte.”

Eso lo dijo el mejor profesor que jamás he tenido, en una de las aulas de aquella enigmática y maravillosa Facultad. Aquellas palabras se quedaron resonando en mí.

Literatura, amor, muerte…

Mis años en aquel templo del saber fueron felices, intensos y reveladores. Hoy recuerdo con emoción el día que crucé el inmenso portón de madera por primera vez y aquel patio me dio la bienvenida, con su magnolio gigante y su traje neoclásico. Sentí respeto y una ilusión tremenda. No crucé el umbral del patio. Sólo lo rodeé caminando por el pasillo, mirando a través de las ventanas. Aquella primera vez sentí en lo más profundo de mi ser que yo pertenecía a ese lugar y que allí iba a ser dichosa.

Era primavera y hablábamos de poesía. Y de la vida. Siempre hablábamos de la vida y aquellas palabras las hice mías, pues sentí que, como todo ser humano, lo supiese o no, me pertenecían por derecho.

Sólo existen dos fuerzas universales en la vida. Dos únicamente: el amor y la muerte. Y son como hermanas siamesas, o como dos amantes entregados; dos realidades inseparables y eternas que coexisten y se retroalimentan en un círculo infinito.

A casi todos se nos llena la boca de palabras y el corazón de emociones cuando hablamos del amor. Lo hemos experimentado, nos sentimos capaces de reconocerlo y lo buscamos, trabajamos por él, invertimos para que germine y cada paso que damos lo hacemos movidos por la energía que genera, que nos hace desearlo más y más.

A la muerte también todos la hemos visto de cerca en alguna ocasión. Sin embargo, ¡cómo nos esforzamos por darle la espalda, por huir de ella, por enmascararla de ropajes que no le pertenecen! Como si fuese posible zafarnos…

Nos empeñamos en negarla, en hacer como si no existiera. La muerte es vejez, fealdad, decrepitud. La muerte es enfermedad, dolor y llanto. La muerte es preocupación, estrés, angustia. La muerte, tal y como la pintamos, parece ser sólo dolor y miedo. Y una estrategia de supervivencia ante el miedo es esconderse de él, evitarlo, correr más rápido para dejarlo atrás.

Miedo a la muerte. Tiene sentido y sin embargo es absurdo.

Miedo a perder algo tan valioso como la vida. Miedo tal vez al dolor que la muerte como proceso pueda traer consigo. Miedo a perder capacidades y a convertirnos llegado el momento en un ser inerte e inútil. Miedo a sentir el dolor que la ausencia de un ser amado puede traer. Miedo a dejar esta vida tan hermosa…

Vivir es morir a cada instante. El mismo hecho de nacer es la transición de un modo de existir a otro, es el fin de una realidad arropada y segura para entrar a otra más desamparada e inhóspita. Morimos un poco en el momento de nuestro nacimiento y cada vez que, siendo niños, perdemos un rayo de inocencia. Morimos al pasar de la niñez a la adolescencia y de la pubertad a la edad adulta. Morimos cuando dejamos atrás la virginidad, con las primeras arrugas y los primeros achaques. Morimos en definitiva a cada instante y de la misma manera, en el momento siguiente entramos a una nueva forma de vivir, de manera que el fin de algo supone siempre el comienzo de otra cosa. La muerte y la vida inseparablemente unidas a pesar de nuestra posible resistencia, del autoengaño, de las paráfrasis y los tabúes.

Y rechazamos la muerte o pretendemos ignorarla precisamente por amor a la vida. Ser y estar es demasiado bello, a pesar de las dificultades cotidianas, de las crisis y de las caídas. Vivir a menudo es trabajoso y sin embargo nadie quiere perder ese privilegio. De ahí el temor a la muerte, tan enigmática y desconocida. Nadie vuelve nunca para contar qué pasa luego, qué hay al otro lado, si es que lo hay…

Son justo estas realidades tan inmensas y universales las que, al revelarse, abren un espacio, de dimensiones variables según el recipiente, a la espiritualidad, a lo trascendental, a un algo omnipresente que está en todo y va más allá. El amor y la muerte nos conectan con nuestro ser más profundo y nos empujan a hazañas inabarcables desde cualquier otro ángulo.

En la historia de literatura el amor es lozanía y vida, aventura, perla, rosa, latido y agua clara. La muerte sin embargo es guadaña, decrepitud, osamenta fría, manto negro, rostro embozado, gusanos y sufrimiento. La realidad sin embargo no es tan maniqueísta: ni el amor es tan claro ni la muerte tan oscura. Ni de uno ni de la otra puede escapar nuestra naturaleza caduca; vinimos para existir, somos fruto de un acto de amor y desde que somos concebidos sabemos, como lo saben nuestros padres, que nuestro destino final será morir.

¿Para qué pensar en la muerte? Yo siento que para poder acompañar la de los seres queridos que nos dejan primero, y así, ir preparándonos a la vez para nuestra propia muerte; de esta manera, cuando asome, podremos intuirla, verla, acogerla y aceptarla como lo que es: una realidad inevitable, un paso más en nuestro existir, una entrevista a la que todos y cada uno de nosotros nos tendremos que someter para trascender esto que vivenciamos aquí y ahora. Si voy a vivir 50, 70, 90 años, ¿para qué tener presente el final como un pasaje al terror? ¿Por qué no entrenarme en entenderlo y aceptar que así será, desde la serenidad y la naturalidad más respetuosa?

En la literatura, como en la vida, sólo existen dos temas, que además son universales. Dos y sólo dos: el amor y la muerte.

Bien estar tenerlos presentes y mirar cómo estamos con ellos.


Descubre más desde lamujerinterna.com

Suscríbete y recibe las últimas entradas en tu correo electrónico.