El verano en nuestra ciudad siempre fue más tórrido que el de cualquier otra y la noche poco menos calurosa que el día.

Cuando nos cerraron las terrazas y se quedó desierto el último bar abierto con aire acondicionado, nosotros aún teníamos sed de más vida aquella noche.

Nos subimos al coche de F. un grupo de seis o siete. Cantamos y reímos durante todo el trayecto. «¡Vamos a bañarnos!» y F. aparcó en la parte trasera de las instalaciones universitarias.

Saltamos un muro cubierto de yedra, nos desnudamos y nos metimos en el agua templada ahogando nuestras risas para no despertar a los colegiales.

Nos abrazamos. Olías a cerveza cálida. Me pediste prestado el brazalete de cuero que me compré en aquel festival al que no pudiste venir. Ya me habías dicho muchas veces cuánto te gustaba. Te lo puse y me besaste.

Llevaba los vaqueros tan ajustados que me costó encajármelos de nuevo, mojada como estaba. Me ayudaste a saltar el muro y la vuelta a casa la hicimos abrazados, yo descalza y encaramada a ti en la parte trasera del coche.

Echaba de menos mi brazalete pero me gustaba verte y ver que lo llevabas puesto, sobre todo cuando tocabas y me saludabas con las baquetas en cruz cada vez que cruzábamos miradas.

Nunca me lo devolviste y poco tiempo después dejamos de vernos. Creo que yo me fui aquel otoño y tú desapareciste. Jamás volvimos a encontrarnos. Puede que nos hayamos cruzado alguna vez sin reconocernos… Qué sé yo.

El verano pasado en una isla encontré un brazalete muy parecido a aquel otro. También hacía calor y también me bañé con alguien desnuda en la noche. Hoy lo miro y te recuerdo, y aquel año de conciertos, y aquella húmeda noche de verano juntos.

Me pregunto si sigues tocando la batería, y si aún te pones mi brazalete…


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